Este cuento lo he extrahido completamente del libro de Clarissa Pinkola
Estés titulado “Mujeres que corren con los lobos”. Según la autora, este
cuento
es proveniente de Europa del Este: Rusia, los paises Bálticos, Rumanía y
la zona que antes era Yugoslavia. En su libro Clarissa Pinkola explica
que es un cuento de
iniciación femenino que trata el tema del instinto.
Vasalisa la sabia
Había una vez y no había una vez una joven
madre que yacía en su lecho de muerte con el rostro tan pálido como las blancas
rosas de cera de la sacristía de la cercana iglesia. Su hijita y su marido
permanecían sentados a los pies de la vieja cama de madera, rezando para que
Dios la condujera sana y salva al otro mundo.
La madre moribunda llamó a
Vasalisa y la niña se arrodilló al lado de ella con sus botas rojas y su
delantalito blanco.
—Toma esta muñeca, amor mío —dijo la madre en un susurro,
sacando de la colcha de lana una muñequita que, como la propia Vasalisa,
llevaba unas bo- tas rojas, un delantal blanco, una falda negra y un chaleco
bordado con hilos de colores.
—Presta atención a mis últimas palabras, querida
—dijo la madre—. Si alguna vez te extraviaras o necesitaras ayuda, pregúntale a
esta muñeca lo que tie- nes que hacer. Recibirás ayuda. Guarda siempre la
muñeca. No le hables a nadie de ella. Dale de comer cuando esté hambrienta.
Ésta es mi promesa de madre y mi bendición, querida hija.
Dicho lo cual, el
aliento de la madre se hundió en las profundidades de su cuerpo donde recogió
su alma y, cuando salió a través de sus labios, la madre murió.
La niña y su
padre la lloraron durante mucho tiempo. Pero, como un campo cruelmente arado
por la guerra, la vida del padre reverdeció una vez más en los surcos y éste se
casó con una viuda que tenía dos hijas. Aunque la madrastra y sus hijas siempre
hablaban con cortesía y sonreían como unas señoras, había en sus sonrisas una
punta de sarcasmo que el padre de Vasalisa no percibía.
Sin embargo, cuando las tres mujeres se
quedaban solas con Vasalisa, la atormentaban, la obligaban a servirlas y la enviaban
a cortar leña para que se le estropeara la preciosa piel. La odiaban porque
poseía una dulzura que no parecía de este mundo. Y porque era muy guapa. Sus
pechos brincaban mientras que los suyos menguaban a causa de su maldad.
Vasalisa era servicial y jamás se queja- ba mientras que la madrastra y sus
hermanastras se peleaban entre sí como las ratas entre los montones de basura
por la noche.
Un día la madrastra y las hermanastras ya no pudieron aguantar
por más tiempo a Vasalisa.
—Vamos... a... hacer que el fuego se apague y
entonces enviaremos a Vasalisa al bosque para que vaya a ver a la bruja Baba
Yagá* y le suplique fuego para nuestro hogar. Y, cuando llegue al lugar donde
está Baba Yagá, la vieja bruja la matará y se la comerá.
Todas batieron palmas
y soltaron unos chillidos semejantes a los de los seres que habitan en las
tinieblas.
Así pues aquella tarde, cuando regresó de recoger leña, Vasalisa vio
que toda la casa estaba a oscuras. Se preocupó y le preguntó a su madrastra:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Con qué guisaremos? ¿Qué
haremos para iluminar la oscuridad?
—Qué estúpida eres —le contestó la
madrastra—. Está claro que no tene- mos fuego. Y yo no puedo salir al bosque
porque soy vieja. Mis hijas tampoco pueden ir porque tienen miedo. Por
consiguiente, tú eres la única que puede ir al bosque a ver a Baba Yagá y
pedirle carbón para volver a encender la chimenea.
—Muy bien pues, así lo haré —dijo
inocentemente Vasalisa. Y se puso en camino. El bosque estaba cada vez más
oscuro y las ramitas que crujían bajo sus pies la asustaban. Introdujo la mano
en el profundo bolsillo de su delantal donde guardaba la muñeca que su madre
moribunda le había entregado. Le dio unas palmadas a la muñeca que guardaba en
el interior del bolsillo y se dijo:
—Es verdad, el simple hecho de tocar esta
muñeca me tranquiliza. A cada encrucijada del camino, Vasalisa introducía la
mano en el bolsillo y consultaba con la muñeca.
—Dime, ¿tengo que ir a la
derecha o a la izquierda?
La muñeca le contestaba, "Sí",
"No", "Por aquí" o "Por allá". Vasalisa le dio a
la muñeca un poco de pan que llevaba y siguió el camino que parecía indicarle
la muñeca.
De repente, un hombre vestido de blanco pasó al galope por su lado
montado en un caballo blanco e inmediatamente se hizo de día. Más adelante, pasó
un hombre vestido de rojo montado en un caballo rojo y salió el sol. Vasalisa
prosiguió su camino y, en el momento en que llegaba a la choza de Baba Yagá,
pasó un jinete vestido de negro trotando a lomos de un caballo negro y entró en
la cabaña de Baba Yagá. Enseguida se hizo de noche. La valla hecha con
calaveras y huesos que rodeaba la choza empezó a brillar con un fuego interior,
Iluminando todo el claro del bosque con su siniestra luz.
La tal Baba Yagá era una criatura espantosa.
Viajaba no en un carruaje o un coche sino en una caldera en forma de almirez
que volaba sola. Ella impulsa ba el vehículo con un remo en forma de mano de
almirez y se pasaba el rato ba- rriendo las huellas que dejaba a su paso con
una escoba hecha con el cabello de una persona muerta mucho tiempo atrás.
Y la
caldera volaba por el cielo mientras el grasiento cabello de Baba Yagá revoloteaba
a su espalda. Su larga barbilla curvada hacia arriba y su larga nariz curvada
hacía abajo se juntaban en el centro. Tenía una minúscula perilla blanca y la
piel cubierta de verrugas a causa de su trato con los sapos. Sus uñas orladas
de negro eran muy gruesas, tenían caballetes como los tejados y estaban tan curvadas
que no le permitían cerrar las manos en un puño.
La casa de Baba Yagá era todavía
más extraña. Se levantaba sobre unas enormes y escamosas patas de gallina de
color amarillo, caminaba sola y a veces daba vueltas y más vueltas como un
bailarín extasiado. Los goznes de las puertas y las ventanas estaban hechos con
dedos de manos y pies humanos y la cerradura de la puerta de entrada era un
hocico de animal lleno de afilados dientes. Vasalisa consultó con su muñeca y
le preguntó:
—¿Es ésta la casa que buscamos?
Y la muñeca le contestó a su manera:
—Sí,
ésta es la casa que buscas.
Antes de que pudiera dar otro paso, Baba Yagá
bajó con su caldera y le preguntó a gritos:
—¿Qué quieres?
La niña se puso a temblar.
—Abuela, vengo por
fuego. En mi casa hace mucho frío... mi familia morirá... necesito fuego.
Baba
Yagá le replicó:
—Ah, sí, ya te conozco y conozco a tu
familia. Eres una niña muy negligen- te... has dejado que se apagara el fuego. Y
eso es una imprudencia. Y, además, ¿qué te hace pensar que yo te daré la llama?
Vasalisa consultó con la muñeca y se apresuró a contestar:
—Porque yo te lo
pido.
Baba Yagá ronroneó.
—Tienes mucha suerte porque ésta es la respuesta
correcta.
Y Vasalisa pensó que había tenido mucha suerte porque había dado la
respuesta correcta.
Baba Yagá la amenazó:
—No te puedo dar el fuego hasta que
hayas trabajado para mí. Si me haces estos trabajos, tendrás el fuego. De lo
contrario... —Aquí Vasalisa vio que los ojos de Baba Yagá se convertían de
repente en unas rojas brasas—. De lo contrario, hija mía, morirás.
Baba Yagá
entró ruidosamente en su choza, se tendió en la cama y ordenó a Vasalisa que le
trajera lo que se estaba cociendo en el horno. En el horno había comida
suficiente para diez personas y la Yagá se la comió toda, dejando tan sólo un
pequeño cuscurro y un dedal de sopa para Vasalisa.
—Lávame la ropa, barre el patio, limpia la
casa, prepárame la comida, se- para el maíz aflublado del maíz bueno y cuida de
que todo esté en orden. Regresaré más tarde para inspeccionar tu trabajo. Si no
está listo, tú serás mi festín.
Dicho lo cual, Baba Yagá se alejó volando en su
caldera, usando la nariz a modo de cataviento y el cabello a modo de vela. Y
cayó de nuevo la noche.
Vasalisa recurrió a su muñeca en cuanto la Yagá se hubo
ido.
—¿Qué voy a hacer? ¿Podré cumplir todas estas
tareas a tiempo?
La muñeca le aseguró que sí y le dijo que comiera un poco y se
fuera a dormir. Vasalisa le dio también un poco de comida a la muñeca y se fue
a dormir.
A la mañana siguiente, la muñeca había hecho todo el trabajo y lo
único que quedaba por hacer era
cocinar la comida. La Yagá regresó por la noche y vio que todo estaba hecho.
Satisfecha en cierto modo aunque no del todo porque no podía encontrar ningún
fallo, Baba Yagá dijo en tono despectivo:
—Eres una niña muy afortunada.
Después
llamó a sus fieles sirvientes para que molieran el maíz e inmedia- tamente
aparecieron tres pares de manos en el aire y empezaron a raspar y triturar el
maíz. La paja voló por la casa como una nieve dorada. Al final, se terminó la
tarea y Baba Yagá se sentó a comer. Se pasó varias horas comiendo y por la mañana
le volvió a ordenar a Vasalisa que limpiara la casa, barriera el patio y lavara
la ropa.
Después le mostró un gran montón de tierra que había en el patio.
—En
este montón de tierra hay muchas semillas de adormidera, millones de semillas
de adormidera. Quiero que por la mañana haya un montón de semi- llas de
adormidera y un montón de tierra separados. ¿Me has entendido? Vasalisa estuvo
casi a punto de desmayarse.
—¿Cómo voy a poder hacerlo?
Introdujo la mano en el
bolsillo y la muñeca le contestó en un susurro:
—No te preocupes, yo me
encargaré de eso.
Aquella noche Baba Yagá empezó a roncar y se quedó dormida y
entonces Vasalisa intentó separar las semillas de adormidera de la tierra. Al
cabo de un rato la muñeca le dijo:
—Vete a dormir. Todo irá bien.
Una vez más
la muñeca desempeñó todas las tareas y, cuando la vieja re- gresó a casa, todo
estaba hecho. Baba Yagá habló en tono sarcástico con su voz nasal
—¡Vaya! Qué
suerte has tenido de poder hacer todas estas cosas.
Llamó a sus fieles sirvientes
y les ordenó que extrajeran aceite de las semi- llas de adormidera e
inmediatamente aparecieron tres pares de manos y lo hicie ron.
Mientras la Yagá
se manchaba los labios con la grasa del estofado, Vasalisa permaneció de pie en
silencio.
—¿Qué miras? —le espetó Baba Yagá.
—¿Te puedo hacer unas preguntas, abuela?
—dijo Vasalisa.
—Pregunta —replicó la Yagá—, pero recuerda que un exceso de
conocimientos puede hacer envejecer prematuramente a una persona.
Vasalisa le
preguntó quién era el hombre blanco del caballo blanco.
—Ah —contestó la Yagá con afecto—, el primero
es mi Día.
—¿Y el hombre rojo del caballo rojo?
—Ah, ése es mi Sol Naciente.
—¿Y el hombre
negro del caballo negro?
—Ah, sí, el tercero es mi Noche.
—Comprendo
—dijo Vasalisa.
—Vamos niña, ¿no quieres hacerme más
preguntas? ——dijo la Yagá en tono zalamero.
Vasalisa estaba a punto de
preguntarle qué eran los pares de manos que aparecían y desaparecían, pero la
muñeca empezó a saltar arriba y abajo en su bolsillo y entonces dijo en su
lugar:
—No, abuela. Tal como tú misma has dicho, el saber demasiado puede hacer
envejecer prematuramente a una persona.
—Ah —dijo la Yagá, ladeando la cabeza como
un pájaro—, tienes una sabiduría impropia de tus años, hija mía. ¿Y cómo es
posible que seas así?
—Gracias a la bendición de mi madre —contestó Vasalisa
sonriendo.
—¡¿La bendición?! —chilló Baba Yagá—. ¡¿La bendición has dicho?! En
esta casa no necesitamos bendiciones. Será mejor que te vayas, hija mía —dijo
empujando a Vasalisa hacia la puerta y sacándola a la oscuridad de la noche—.
Mira, hija mía. ¡Toma! —Baba Yagá tornó una de las calaveras de ardientes ojos
que formaban la valla de su choza y la colocó en lo alto de un palo—. ¡Toma!
Llévate a casa esta calavera con el palo. Eso es el fuego. No digas ni una sola
palabra más. Vete de aquí.
Vasalisa iba a darle las gracias a la Yagá, pero la
muñequita de su bolsillo empezó a saltar arriba y abajo y entonces Vasalisa
comprendió que tenía que to- mar el fuego y emprender su camino. Corrió a casa
a través del oscuro bosque, siguiendo las curvas y las revueltas del camino que
le iba indicando la muñeca. Vasalisa salió del bosque, llevando la calavera que
arrojaba fuego a través de los orificios de las orejas, los ojos, la nariz y la
boca. De repente, se asustó de su pe- so y de su siniestra luz y estuvo a punto
de arrojarla lejos de sí. Pero la calavera le habló y le dijo que se
tranquilizara y siguiera adelante hasta llegar a la casa de su madrastra y sus
hermanastras. Y ella así lo hizo.
Mientras Vasalisa se iba acercando a la casa,
la madrastra y las hermanas- tras miraron por la ventana y vieron un extraño
resplandor danzando en el bosque. El resplandor estaba cada vez más cerca y
ellas no acertaban a imaginar qué podía ser. La prolongada ausencia de Vasalisa
las había inducido a pensar que ésta había muerto y que las alimañas se habían
llevado sus huesos y en buena hora.
Vasalisa ya estaba muy cerca de su casa.
Cuando la madrastra y las her- manastras vieron que era ella, corrieron a su
encuentro, diciéndole que llevaban sin fuego desde que ella se había ido y que,
a pesar de que habían intentado re- petidamente encender otro, éste siempre se
les apagaba.
Vasalisa entró triunfalmente en la casa, pues había sobrevivido al
peligroso viaje y había traído el fuego a su hogar. Pero la calavera que estaba
contemplando todos los movimientos de las hermanastras y de la madrastra desde
lo alto del palo las abrasó y, a la mañana siguiente, el malvado trío se había
convertido en unas pavesas.
N. de la T.* Baba Yaga en
ruso, literalmente, Mujer Hechicera.
Que buena historia!!! saludos y te invito a que eches un vistazo a mi blogg. Espero que te guste alguna historia. Saludos
ReplyDeleteeste es el link: http://leyendasyfantasia.blogspot.com
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