Friday, February 7, 2014

¡desátate fuego!


Rubén traga saliva y toca a la puerta con mano temblorosa, fría. Algo muy poderoso dentro de él quiere echarse a correr, pero se queda tieso. Al instante ve moverse la manilla. Delante suyo aparece una voluptuosa cuarentona morena, vestida en bata y con los pelos y las uñas de rojo fuego.
La mujer lo observa de arriba abajo. Le sonríe. Rubén rehuye la mirada postrándola en los zapatos de taco alto y brillantina roja que tiene enfrente. Cómo no sabe qué decir, se concentra en el tacto liso del mechero en su bolsillo. La brillantina roja se aleja un poco de él. Cuando retoma el valor, Rubén ve, que la mujer ha dado un paso para atrás para que pase.

―¿Qué ess lo que quieress hasser, cariño?
―No quiero molestar. Algo sencillo. No lo sé... Una, una mamada, ¿tal vez?
¡Perfecto! Esstá a veinte. Todo lo demáss va por tiempo. Mira, te vass quitando la ropa y te asseas en el lavabo de allí.
―Si, por supuesto. ¡Gracias!
―De nada, cariñito, para esso estamoss.

La mujer sale del cuarto y Rubén siente como sus omoplatos se relajan un poco. Su mano derecha va girando la ruedecilla del mechero dentro del bolsillo. El sonido familiar de las chispas del pedernal le dan confianza. Detesta entrar en lugares nuevos, siempre se siente observado. Con cuidado pasa la mirada por la habitación. La cama es enorme. La más grande que haya visto jamás, ¿qué dimensiones tendría?, ¿tres por tres?. Al costado hay un televisor en marcha, mostrando un primer plano. Cuando ve a una mujer de piernas entreabiertas mostrándo la entrada a una cueva cálida y frondosa, algo dentro de Rubén se desfonda.
Sacude la cabeza y huye al baño.
El agua tibia no tarda en llegar. Ceremoniosamente, cómo si fuese la preparación para el patíbulo, Rubén deshace el cinturón, abre la cremallera del pantalón y lo desabrocha. Agarrando también los calzoncillos, se los baja despacio hasta los tobillos. Se lava. Se seca. Se vuelve a subir los pantalones y los calzoncillos. Se obliga a no abrocharse el cinturón. Regresa a la habitación.
Ahí está parado. En ese cuarto diminuto que es todo cama. Espera incómodo.
La puerta se abre y entra la morena en bata y zapatos de taco.

―Ya, ya me lavé ―musita Rubén.
―Muy bien tessoro, ahora estoy contigo. ―Le agarra por la solapa y le hace sentarse en el borde de la cama, luego se acerca a una mesilla y saca del cajón lubricante y un condón. Vuelve dónde Rubén y trepando sobre él le obliga suavemente a reclinarse en la cama.
―A ver, ¿no quiere ssalir a jugar nuesstro amiguito? ―pregunta y mueve despacio, pero en círculos constantes la pélvis sobre su regazo, mientrastanto va abriendo con destreza el pantalón.
―Hola amiguito bonito ―saluda finalmente, tras despojar a Rubén de toda cobertura. Rubén se siente diminuto, pero ella se suelta el cinturón de la bata y como en un truco de magia abre el telón y hace aparecer dos molletes magnánimos y candentes, que abarcan todo el campo visual. Rubén da un respingo y con un resorte, toda la máquina está puesta en marcha.
Una furia montaraz se apodera de Rubén. Mientras pone sus manos en las caderas de la yegua, sólo puede embestir. Se le caen los modales, se le acelera el aliento. Deseperación, pavor, suplicio violento.
La agarra como puede y la tira de espaldas sobre la cama. Se le lanza encima, nada lo detiene, la sonrisa burlona se ha convertido en pavor. Ahora se la monta, ahora se la monta.
Suave y perspicaz ella se desliza fuera de él cama arriba. Sonrisita de disculpa, alarga el brazo y recoje el condón. Lo bandolea delante de su cara. En su avance a gatas por la cama para situarse de nuevo encima de ella, Rubén no ve nada excepto algo plateado molestándole en la cara. Lo quiere apartar, pero de repente siente el plastico rasposo y cuadrado en su mano, lo mira y lo reconoce.
―tel-condón pontel-condón pontel-condón. ―¿Cuántas veces ya lo había escuchado?
Rubén se reclina para atrás, sentándose sobre sus piernas. Abre el paquete plateado con las dos manos. Saca el condón cuidadosamente. Lo levanta a la altura de sus ojos. ¿Cual es el lado por el cual se desenroscaba? Se lo lleva a la punta, duda, lo levanta, se lo lleva a la punta. Lo desenrosca cuidadosamente. Ya ha vuelto su educado. ¡Maldita sea, ya ha vuelto su educado!
El televisor emite gemidos, alaridos, suspiros.
Rubén mira la cubrecama estampada de negro y rojo.
La puta lo coge del brazo y lo sitúa en la posición inicial: él sentado sobre el borde de la cama y ella, esta vez, arrodillada frente a él.

―¡Espera! ―dice Rubén, sin poder evitar el desespero en la voz.
Ella, que estaba a punto de besar su triste desaliento, sostiene el movimiento y le mira a los ojos. Él la coge suavemente y la tumba de espaldas sobre la cama. En vez de acomodarse sobre ella, se desliza para abajo. Se acerca a la cueva húmeda.
Ella tensa y reticente se endereza. Pero él la obliga a hecharse de nuevo. No explora la cueva, no juega en el parque, no hay pausa, ni musicalidad. Solo un monótono ritmo escalofriante, que no va ha cesar hasta llegar a la meta.
―Ayyyyyyyyyyyy ―se tensa la puta. Se relaja. Suspira.

Rubén se levanta. Traga saliva. Se pone los pantalones y se amarra el cinturón. Alisa los posibles pliegues en la ropa. Saca de su billetera los veinte prometidos y los pone educadamente sobre la mesilla. Agarra el manillar de la puerta y se va.
Antes de abandonar el edificio, no puede evitar prender las cortinas en el vestíbulo vacío.