Rubén traga saliva y toca a la puerta con mano
temblorosa, fría. Algo muy poderoso dentro de él quiere echarse a correr, pero
se queda tieso. Al instante ve moverse la manilla. Delante suyo aparece una voluptuosa
cuarentona morena, vestida en bata y con los pelos y las uñas de rojo fuego.
La mujer lo observa de arriba abajo. Le sonríe. Rubén
rehuye la mirada postrándola en los zapatos de taco alto y brillantina roja que
tiene enfrente. Cómo no sabe qué decir, se concentra en el tacto liso del
mechero en su bolsillo. La brillantina roja se aleja un poco de él. Cuando retoma el valor, Rubén ve, que la mujer ha dado un paso para atrás para que pase.
―¿Qué ess lo que quieress hasser, cariño?
―No quiero molestar. Algo sencillo. No lo sé...
Una, una mamada, ¿tal vez?
―¡Perfecto! Esstá a veinte. Todo lo demáss va por
tiempo. Mira, te vass quitando la ropa y te asseas en el lavabo de allí.
―Si, por supuesto. ¡Gracias!
―De nada, cariñito, para esso estamoss.
La mujer sale del cuarto y Rubén siente como sus omoplatos se relajan un poco. Su mano derecha va girando la ruedecilla del
mechero dentro del bolsillo. El sonido familiar de las chispas del pedernal le
dan confianza. Detesta entrar en lugares nuevos, siempre se siente observado.
Con cuidado pasa la mirada por la habitación. La cama es enorme. La más grande
que haya visto jamás, ¿qué dimensiones tendría?, ¿tres por tres?. Al costado
hay un televisor en marcha, mostrando un primer plano. Cuando ve a una mujer de
piernas entreabiertas mostrándo la entrada a una cueva cálida y frondosa, algo
dentro de Rubén se desfonda.
Sacude la cabeza y huye al baño.
El agua tibia no tarda en llegar. Ceremoniosamente,
cómo si fuese la preparación para el patíbulo, Rubén deshace el cinturón, abre
la cremallera del pantalón y lo desabrocha. Agarrando también los calzoncillos,
se los baja despacio hasta los tobillos. Se lava. Se seca. Se vuelve a subir
los pantalones y los calzoncillos. Se obliga a no abrocharse el cinturón. Regresa
a la habitación.
Ahí está parado. En ese cuarto diminuto
que es todo cama. Espera incómodo.
La puerta se abre y entra la morena en
bata y zapatos de taco.
―Ya, ya me lavé ―musita Rubén.
―Muy bien tessoro, ahora estoy contigo.
―Le agarra por la solapa y le hace sentarse en el borde de la cama, luego se
acerca a una mesilla y saca del cajón lubricante y un condón. Vuelve dónde
Rubén y trepando sobre él le obliga suavemente a reclinarse en la cama.
―A ver, ¿no quiere ssalir a jugar nuesstro
amiguito? ―pregunta y mueve despacio, pero en círculos constantes la pélvis sobre
su regazo, mientrastanto va abriendo con destreza el pantalón.
―Hola amiguito bonito ―saluda finalmente,
tras despojar a Rubén de toda cobertura. Rubén se siente diminuto, pero ella se
suelta el cinturón de la bata y como en un truco de magia abre el telón y hace
aparecer dos molletes magnánimos y candentes, que abarcan todo el campo visual.
Rubén da un respingo y con un resorte, toda la máquina está puesta en marcha.
Una furia montaraz se apodera de Rubén.
Mientras pone sus manos en las caderas de la yegua, sólo puede embestir. Se le
caen los modales, se le acelera el aliento. Deseperación, pavor, suplicio
violento.
La agarra como puede y la tira de espaldas
sobre la cama. Se le lanza encima, nada lo detiene, la sonrisa burlona se ha
convertido en pavor. Ahora se la monta, ahora se la monta.
Suave y perspicaz ella se desliza fuera de
él cama arriba. Sonrisita de disculpa, alarga el brazo y recoje el condón. Lo
bandolea delante de su cara. En su avance a gatas por la cama para situarse de
nuevo encima de ella, Rubén no ve nada excepto algo plateado molestándole en la
cara. Lo quiere apartar, pero de repente siente el plastico rasposo y cuadrado
en su mano, lo mira y lo reconoce.
―tel-condón pontel-condón pontel-condón.
―¿Cuántas veces ya lo había escuchado?
Rubén se reclina para atrás, sentándose sobre
sus piernas. Abre el paquete plateado con las dos manos. Saca el condón
cuidadosamente. Lo levanta a la altura de sus ojos. ¿Cual es el lado por el
cual se desenroscaba? Se lo lleva a la punta, duda, lo levanta, se lo lleva a
la punta. Lo desenrosca cuidadosamente. Ya ha vuelto su educado. ¡Maldita sea,
ya ha vuelto su educado!
El televisor emite gemidos, alaridos,
suspiros.
Rubén mira la cubrecama estampada de negro
y rojo.
La puta lo coge del brazo y lo sitúa en la
posición inicial: él sentado sobre el borde de la cama y ella, esta vez,
arrodillada frente a él.
―¡Espera! ―dice Rubén, sin poder evitar el
desespero en la voz.
Ella, que estaba a punto de besar su
triste desaliento, sostiene el movimiento y le mira a los ojos. Él la coge
suavemente y la tumba de espaldas sobre la cama. En vez de acomodarse sobre ella,
se desliza para abajo. Se acerca a la cueva húmeda.
Ella tensa y reticente se endereza. Pero
él la obliga a hecharse de nuevo. No explora la cueva,
no juega en el parque, no hay pausa, ni musicalidad. Solo un monótono ritmo
escalofriante, que no va ha cesar hasta llegar a la meta.
―Ayyyyyyyyyyyy ―se tensa la puta. Se
relaja. Suspira.
Rubén se levanta. Traga saliva. Se pone
los pantalones y se amarra el cinturón. Alisa los posibles pliegues en la ropa.
Saca de su billetera los veinte prometidos y los pone educadamente sobre la
mesilla. Agarra el manillar de la puerta y se va.
Antes de abandonar el edificio, no
puede evitar prender las cortinas en el vestíbulo vacío.