Wednesday, December 18, 2013

Colisión de estrellas







La pequeña Enna vivía en un planeta morado con una luna blanca y otra verde. Cada noche descendía por el caminito de la colina hasta llegar al antiguo faro convertido en planetario. Desde que el río se secó, el faro perdió su propósito y la gente del pueblo lo abandonó. Fue entonces que Enna tomó posesión de él. Allí permanecía pegada al astrolabio toda la noche hasta que por la mañana, sucumbía al sueño. Enna, Enna, le decían en el pueblo, cada vez que se percataban de sus enormes ojeras y su cuerpo desgarbado, ¿qué haces siempre corriendo al faro?, ¿por qué no duermes en casa?. Enna, Enna, ¿por qué siempre pareces preocupada? y, sobre todo, ¿por qué dejaste de crecer?. Enna sonreía cansina, solitaria y sin contestar ninguna de sus preguntas. El único que la acompañaba era el señor Totolo, su anciano y también desgarbado conejito de peluche que la acompañaba cada noche al faro y se acurrucaba con ella, consolándola cuando el sosiego y la ansiedad se transformaban en pozos infranqueables.
Pero por lo general, Enna permanecía firme a su causa. Tenía que concentrarse en mirar en blanco, esto es, observar sin fijar ninguna constelación. De esta manera abarcaba más espacio del cielo con su visión y podía verlas: las estrellas fugaces. Si realmente cumpliesen los deseos de quienes las admiraban, todo esto hubiese sido innecesario, pero Enna se aferraba a una última posibilidad para cumplir con sus deseos: las estrellas colisionantes. Según el abuelo, la persona que llegase a ver la colisión de dos estrellas, podría volver a hablar con un ser querido.
Enna se separó del astrolabio y frotó un poco sus ojos, se acomodó una de las mantas mejor sobre sus hombros y achuchó al señor Totolo. Hoy le había cogido especial apego al cúmulo globular al sudeste. Siempre le había pare más un ramillete de jazmines, en vez de una aglomeración estelar y sonrió recordándo la primera vez que el abuelo se lo mostró a través del astrolabio. De repente, una de las estrellas se despegó del ramillete atravesándo el cielo hacia el noroeste. Era muy clara y avanzaba a trazos largos y seguros. Enna siguió su trayectoria con ansiedad, clavándo sus uñas en las orejas del señor Totolo, la belleza la abrumó, pero rezaba por que apareciera otra estrella fugaz. Justo cuando ya iba a alcanzar el final de su campo visual, apareció de la nada otra estrella con curso de norte a sur. Enna se quedó boquiabierta y percibió el acercamiento de los dos astros como el movimiento en un espacio etéreo. Y allí pasó: la colisión. Abuelo, pensó Enna y cerró los ojos, perdiéndose gran parte del sinfín de chispas multicolores que festejaban el encuentro extraordinario de estos cuerpos celestes. Enna sintió una ligera sensación de vértigo y se apartó del astrolabio.
—Enna. ¿Eres tú?
—¿Abuelo? ¡Abuelo! ¡Abuelo!— Enna dió un salto desde la repisa de la ventana y se abalanzó sobre su abuelo con un abrazo tormentoso y la cara sembrada de lágrimas. Era él, ese roble de seguridad y firmeza con olor a pipa que tánto había hechado de menos.
—Enna, pequeña, — el abuelo la abrazó con fuerza. —¿Ha pasado algo?, ¿estás bien?
—Abuelo, tal vez no tengamos mucho tiempo. Dime, ¿cómo se despierta a la abuela? Se acostó poco después de que te fueras y no ha vuelto a despertar. No le dió tiempo de pasar su legado a mamá y la tierra se está marchitando. No hay quien rece a las abejas y cante a las flores. El mundo se está volviendo gris y la gente olvida como fué. Se están adaptando, pero yo me negué a olvidar. Por eso he estado esperando una colisión de estrellas, para que vuelvas y podamos despertar a la abuela. Pero no sé cuánto tiempo vas a estar aquí.
—¿Has visto una colisión de estrellas?. ¿Cuánto tiempo llevas observando el cielo?. ¿Dónde está tu mamá?. ¿Dónde están los demás?
—Ha pasado mucho tiempo, abuelo, mucho.
—Entiendo, ¿dónde está tu abuela?, vamos dónde ella.
—Está en la gruta de cristal, abuelo. Custodiada por los siete gnomos.
El abuelo agarró una de las mantas envolvió a Enna y al señor Totolo y los cargó en brazos. Descendieron por la larga escalera exterior del faro, subieron por la colina hacia el pueblo, lo rodearon y  se adentraron al escarpado del flanco sur de la montaña. Cuando alcanzaron la entrada de la gruta y el abuelo quiso entrar, pero la sombra de la cueva desintegró su pié derecho con el que había dado el primer paso dentro de ella. Fue allí dónde comprendieron, que era la luz de las estrellas la que le daba vida al abuelo, y que tenían tiempo hasta el amanecer para cumplir con su propósito.
—Tienes que ir sola, Enna, no te puedo acompañar.
Depositó a Enna suavemente al pie de la cueva y ella se adentró en el oscuro hueco. Sin luz, ni guía, pero acompañada del señor Totolo y el recuerdo de sus abuelos y con la firme convicción de que todo lo malo iba a acabar pronto, Enna avanzó con valentía por la cueva. Al cabo de un rato vió un poco de luz al fondo, se acercó y vió las estatuas de los siete gnomos guardando el ataúd abierto de su abuela. No tardó mucho en elaborar una estrategia. Se sacó la manta de los hombros y la tiró al suelo, al costado del ataúd. Luego empujó el ataúd desde el lado opuesto hasta tumbarlo. La abuela rodó sobre la manta y Enna se apresuró en acomodarla. Con el señor Totolo al cuidado de la abuela, Enna arrastró la pesada manta hasta la salida de la cueva.
El abuelo había estado esperando mortificado a la salida. Cuando Enna finalmente consiguió salir, el abuelo la abrazó con fuerza y le dió un beso enorme en la mejilla. Luego se agachó sobre la abuela y le dió un largo beso en los labios y con cariño le dijo:
—Gracias a Tántila que has alumbrado una hija. El mundo no podría subsistir sin una mujer como tú.
Sobre el rostro de la abuela se formó una sonrisa y de pronto abrió los ojos, unos zafiros en medio de una cara pálida y unos cabellos grises.
—Enton, eres tú.
—Si Lisera, aquí estoy. Has dormido largo rato. ¿Cómo te sientes?
La abuela miró a su alrededor. Vio la tierra desgarbada, el cansancio en la cara de Enna y su rostro denominó sorpresa, comprensión y luego inmediatamente preocupación.
—Estoy bien. Siento haber dormido tanto. No me quedaban fuerzas.
Se abrazaron y besaron y luego achucharon a Enna.
—Debo transmitir el legado a Enna,— dijo la abuela. —Yo no puedo seguir siendo la encantadora de abejas, por eso no me he vuelto a despertar.— Cogió la cabeza de la niña entre sus manos y le dió un beso en la frente. Luego se raspó su propia frente y ahí dónde reside el tercer ojo se sacó un aguijón de abeja. Con los dedos índice y gordo acercó el aguijón a la frente de Enna y, sin más ceremonias, se lo clavó. Una diminuta gota de sangre surgió de la herida.
—Algo no va bien,— anunció la abuela. Volvió a coger el aguijón y se quedó mirando a Enna.
—¿Qué pasa? — dijo el abuelo, acercándose para poder ver mejor.
—Creo que es Enna. Enna,¿no quieres recibir el legado?
—Abuela,... ¿te vas a ir con el abuelo? ¿Me vais a abandonar los dos? El tiempo es demasiado corto, no estoy lista.
Los ancianos se miraron desconcertados.
—Me tengo que ir, Enna. Mi tiempo en este mundo se ha agotado, igual que el de tu abuelo.
—Yo pensé que te ibas a quedar, que ibas a invocar a las abejas y curar el mundo. Voy a estar sola, y me dejais con tanta responsabilidad. No es justo. Y en verdad, no es esto lo quiero.
—A cada uno le toca el tiempo, Enna,— le dijo el abuelo, acariciando con cariño sus cabellos. —Te hemos querido y te hemos mimado y te hemos enseñado como vivir. Ahora es el momento en que ya no te escondas, en que asumas responsabilidades y mimes y enseñes a los tuyos.
Enna no estaba muy convencida.
—Todo nuevo camino es árduo, mi vida,— le dijo la abuela —porque recién estás verdaderamente lista para la tarea cuando la emprendes y no antes.
—¿Quien dice que jamás estaré lista para la tarea? Nunca lo estaré. Esta no es la vida que quiero.
Los abuelos se miraron muy preocupados.
—Y ¿qué quieres Enna? — musitó el abuelo.
—Ser libre, nunca crecer, nunca tener que preocuparme por nadie, nunca depender de nada.
Se hizo un silencio doloroso, pero Enna no lo pudo percibir. Su corazón latía efervescente, imaginando todos los planetas que quería visitar y las vidas que quería vivir. Ella no quería quedarse susurrándoles a las abejas.
—Tan grave te han parecido nuestras vidas, ¿que no quieres vivir una semejante?
—No es que me parezca grave. Lo que yo quiero es viajar, conocer las estrellas. ¿Por qué crees que llevo aprendiendome las constelaciones y los astros desde que tengo uso de razón. Yo quiero ser una cielonauta, descubrir las estrellas con vosotros. No quiero quedarme aquí a cuidar el planeta y menos sola.
—Enna, no puedes venir con nosotros. Si viajas ahora, vas a estar sola. Sólo vas a tener al señor Totolo como compañía,— dijo la abuela calmadamente. —Además, no has adquirido suficientes experiencias sobre este mundo, puedes perderte y nunca más encontrar el camino a casa. Los cielonautas son cielonautas porque ya han adquirido una vastedad de experiencia aquí. Saben quienes son y a dónde pertenecen y con eso como base, pueden afrontar lo que les espera más allá.
—Tienes que confiar en nosotros, Enna.— agregó el abuelo. —Hay cosas que no puedes entender con la experiencia que tienes. Lo siento. Pero yo te conozco y te quiero, y sé que vas a ser feliz aquí. Y cuando se te acabe el tiempo, pequeña, entonces viajaras todo lo que quieras. Te lo prometo.
Enna miró al suelo. Todo esto se estaba desarrollando muy diferente a cómo ella lo había imaginado. Llevó la vista al cielo. Todas esas constelaciones y galaxias, era como si se estuviesen despidiendo. Sintió un enorme vació.
—Está bien,— dijo finalmente, despidiéndose de las estrellas y de la idea de que la abuela seguiría con ella un rato más. Los viejos la abrazaron y el abuelo le levantó la quijada, diciendo:
—Confía, Enna. Todo va a ir bien. Es normal que sea dificil y sientas recelo.
La abuela levantó la mano con el aguijón a la altura de la frente de Enna y se lo clavó en medio. Esta vez se hundió en ella hasta desaparecer.
Enna bajó la vista de las estrellas y vió un tenue fulgor al este.
—Es la hora,— dijo el abuelo.
—No sólo para nosotros, —contestó la abuela. —Vamos, Enna, empieza a entonar, me gustaría llevarme ese recuerdo conmigo.
Enna se puso de rodillas, extendió los brazos, carraspeó y apretándo los labios y empezó a zumbar la melodía ancestral de las abejas. A la abuela le rodaron lágrimas de agradecimiento por la mejilla, se abrazó al abuelo quien le mandó un beso volado a Enna y luego miró, hacia la estrella más clara del sur. Entonces fueron arrastrados cielo arriba hasta perderse en el infinito del cielo esclareciente. Enna siguió entonando el zumbido como se lo habían enseñado desde pequeña, y de repente escuchó una especie de eco proveniente de todos lados. Eran las abejas. Estaban saliendo de su larga hibernación. Zurcaron el aire solitarias y formando enjambres de vez en cuando. Parecía un ejército celebrando el fin de una guerra. El zumbido llenó el corazón de Enna de la misma manera que lo había hecho la visión de las estrellas, y en ese momento supo que dejaría de vivir por las noches para compartir los días con todo ser que lo desease. Dió un beso al señor Totoló y lo dejó a la entrada de la cueva, mientras ella descendió al poblado a desayunar en el mercado que dentro de poco estaría lleno de gente.

***


Monday, December 2, 2013

Hiedra (versión 2)



Llamo al ascensor y me apoyo contra la pared. Mis pies, dos ladrillos de plomo. Justo cuando se abren las puertas, aparece Álvaro. Se detiene un instante en el umbral del vestíbulo, me mira y luego avanza con paso firme hacia mi, hacia el ascensor.
Me sonríe y me da las gracias, aunque no le sostuve la puerta. Mi sonrisa, una margarita a contraviento. Él se pone detrás mío, reclinándose contra la pared de la cabina. Aprieto el botón para la planta baja y siento como si me estuviese clavando la mirada en la nuca. Este chico... Me volteo y le miro. Sonríe, al parecer no me estaba mirando. Me vuelvo otra vez hacia las puertas del ascensor. Sin embargo le siento claramente a mis espaldas, su presencia tiene la fuerza de un imán. Me pregunto cómo lo hace. Sólo es un becario de unos veinte y pocos tacos y sin embargo aquí está, plenamente presente. Y no soy yo. Mi consciencia, una cámara de vigilancia. Puedo ver cómo le miran: becarias, secretarias, colegas jóvenes y colegas no tan jóvenes. Es un alquimista. Introduce sus pócimas como una colación, entre un suspiro y un pensamiento, como quien no quiere la cosa, así, sin más. Y sin embargo, no deja de ser una ciencia exacta, dominada por un brujo experto, aunque no corresponda con su edad, aunque no te lo creas, aunque apenas deje rastros. Es el soplido de dedos de Kaiser Zozé. (intensidad, sensaciones a flor de piel)
Se acomoda su chaqueta. Siento que tengo presente cada movimiento que hace, y el solo hecho de ser consciente de eso, ya me pone incómoda, diría incluso que insegura, pero no puede ser. Yo no sólo soy su mayor, sino que también su superior. Recuerdo su mirada. Siempre es sólo un instante, pero siento que me está hablando, susurrando un hechizo que no comprendo conscientemente. Cuando por alguna razón me roza, parece casualidad, pero siempre siento una descarga eléctrica y me erizo. Mientras yo experimento estas idas y venidas, esta montaña rusa de contradicciones, el sigue con su propio ritmo. Nada le saca de su compás. Esto no lo he visto nunca antes en un joven. Son los vinos maduros, los robles centenarios, los relojes antiguos que siguen sus propios compases calmados y apacibles, tan constantes y fuertes, que es el mundo que se adapta a ellos y no al revés.

Objects in the mirror are closer than they appear.
— ¿Cómo? — ¿está diciendo incongruencias o soy yo, perdida en el estupor?
— Nada, la frase del retrovisor.
— ¿Qué retrovisor?
— En Estados Unidos los retrovisores tienen esta alerta: "Los objetos en el espejo están más cerca de lo que parecen".
Le miro rara, sacudo la cabeza y me volteo otra vez hacia la puerta. No quiero averiguar a qué viene eso. Mis hombros, un tonel lleno de cemento. Estoy cansada. Estoy decodificando mal la información. El silencio se vuelve algo incómodo. Suspiro.
— Vaya semanita — retoma él.
— Sí, ha sido algo agotadora.
— Se acerca la hora de los mimos.
Me voltéo hacia él y le arquéo una ceja.
— ¿O no? — me inquiere.
Me lo quedo mirándo en su traje acartonado y su sonrisa entre niño risueño y galán. ¿Me está tirando los tejos? Estoy cansada. Mi cabeza, una nube. Es broma, seguro. Me relajo. Le sonrio.
Salimos al hall y nos dirigimos a la puerta de salida, hacia el final de la jornada, hacia el fin de semana y la libertad.
— Hasta el lunes, Conrad — le digo al guardia, que está sentado en la recepción.
— Buen fin de semana a los dos.
Álvaro se despide con la mano, luego se adelanta unos pasos para abrirme la puerta.
Afuera una ráfaga nos da la bienvenida. Cierro los ojos y siento como un gran peso cae de mis hombros. Hora de despedirse. Veo pasar a los coches, como en un flujo contínuo, como un río. El semáforo está en rojo. Todavía no puedo cruzar. Estamos a varios pasos del cruce. Considero un instante si le doy la mano, un beso o si nos despedimos así nomás. Pero, ¿por qué estoy sopesando estas tonterías?
Truena. Los dos levantamos la vista al cielo. Está todo encapotado de nubes pesadas, pero el sol poniente las alumbra de costado y yo no puedo evitar quedarme inmersa un segundo en ese Bierstadt instantáneo.  
De repente, como quien no quiere la cosa, sin más. Álvaro me coge la mano.
— ¡Qué bo.. — me pierdo en medio de la frase. Mi lengua, una gaviota. ¿En qué estaba? ¿Por qué ya no lo sé? La mano. ¿La mano? ¿Qué mano? ¿Qué me está pasando? ¡Que te está cogiendo la mano, joder!                        ¡Uy!
Se la arranco.
Me lo quedo mirando con incrédula.
— Pero ¡¿qué estás haciendo?! — mi voz, un hilo.
Él me mira.
Ojos almendrados, tan redondos, redondos, tan grandes y profundos, tan oscuros y perdidos.
¡No! ¡La que se está perdiendo soy yo!  -  ¡Concéntrate! Cierro los ojos y respiro. "Zen". El semáforo sigue en rojo.
— Perdona, sabes de sobra que no puede ser. Los años...
Él sonríe benévolamente, como si fuera yo la niña que no sabe nada, como si esto fuera un juego, y yo lo estuviese tomando demasiado en serio. Los años, engaños, maltraños.
Me coge nuevamente de la mano. Suave y firme, fuerte y delicado. Mis rodillas, remolinos.
— Que no te he dicho, ¡joder! — le zafo la mano.
Él me mira, ahora un poco agazapado, cuidadoso, como quien se acerca a un animal salvaje. Poco a poco estira su mano y me la pone en el hombro. Quiero enfadarme con él. Quiero gritarle, empujarle, llamarlo loco. Pero sólo retiro su mano en silencio. No le miro más. Mis ojos, un Judas latente. Otro trueno. Respiro profundo. El semáforo cambia a rojo, a naranja, a verde. Los coches se detienen. Todas sus luces traseras nos alumbran. Me pongo en marcha, salvo los pasos hasta el cruce.
— Ana.
Me paro, cierro los ojos. Él me da alcance. Siento su tibia luz en mi hombro. Le miro a los ojos. Remolino. Su olor, miel, canela. Su sabor, sal, berenjena. Mi corazón, un helicóptero al estrellar. Se me borra la lengua, se me enlazan los dientes, me envuelvo en esta dulce pócima de hiedra.


Wednesday, November 20, 2013

Vueltas de sol y de tierra




En mi mano agarro firmemente un girasol. Uno sólo de tantos. Me aferro a él, cómo me aferro a la vida, como me aferro a tí. Girasoles risueños se han ido convirtiendo en tí y ahora están por perderse.
¿Recuerdas cómo era el huerto en invierno, antes de que los plantásemos? Eras muy pequeña todavía, pero debes recordar cómo nos partíamos el lomo esos comienzos de primavera para arar la tierra y hacer la siembra. Sí, tú también acabaste con manos callosas y tu abuela te hizo desfilar rectamente ante ella y estirar las palmas, las observó con ojo clínico y quedó satisfecha.  "Los girasoles son fáciles de cuidar, pero no por ello dan menos trabajo." Y ¡cómo disfrutaste de ese trabajo! Entrabas corriendo en ese amarillo y sol de tu abuela y te escondías como una ratona, creyendo fírmemente que no te veíamos, que te convertías en una más de ese ejército jubiloso al sol.
Más adelante, cuando murío tu abuela, te aterraba olvidarla, olvidar el cobijo seguro de su palabra grande y sabia, su tacto robusto a tierra que borraba todo mal y su “solrisa”, cómo le solíais decir. Por eso, te los hiciste tatuar, los girasoles, unos cuantos en tu pie derecho, para que te guíen por el camino y otros pocos en el hombro, para que te cubran las espaldas. No hubo modo alguno de impedirlo. A partir de allí, los convertiste en tu escudo de armas. No importaba que no te admitiesen en la carrera que quisiste, que Daniel te dejara por otra, que Tania, tu confidente y compañera de contiendas, se mudara al otro lado del mundo. Tú te dabas dos días de lluvia y tres de sol, y regresabas a la batalla con llagas y bruces, pero sin resquebrajos asfixiantes.
Para mí, tu tenaz alegría, muchas veces ha sido el sol y el norte, pero en muchas otras ha sido un misterio de magia negra moscovita, un halo de fría duda. Me preguntaba si se trataba de un tipo de frivolidad o nihilismo. Mi hija, ¿en qué tierra caminas que luces de gala en mañanas nubladas, que portas las cicatrices como condecoraciones?
Y ahora, aferrándome al tallo grueso, me sumerjo en este sol de tierra y vida que hace girar mi consciencia. Espiral amarillo que se abre ante mi y me lleva a labrar camino en hora roja.
“Dorothy, puedes ser todos o nadie en esta vida. Sales a la calle y allí te ves multiplicada por cientos, todas las opciones y decisiones que puedas elegir. ¿Cuál es la versión que quieres experimentar hoy?" te preguntaba tu abuela, y tú te ponías tu vestido amarillo y turquesa y un rayo de sol en la cara y salías a brincar al jardín, a batallarte con las flores.
Hoy, se acabaron los brincos para mi. Me abrazo al gran girasol que me dejaste al despedirnos, esa flor grande y robusta que arrebaté del jarrón de barro quemado. Me lo entregaste con un guiño, diciendo que me haga compañía. Y ahora me aferro a él, en temor de que te pierdas en ese vacío que es la soledad, esperando que entiendas este último mensaje, esperando que hoy cómo antes, el girasol sea tu faro, tu norte y tu andén.

Tuesday, November 19, 2013

A puertas cerradas



Christiano Betta http://www.flickr.com/photos/cristiano_betta/366892415/
          
            Ey, ¿quién eres tú? Te pareces a Gerard Butler, con esos ojos claros, la tez morena y paseándote así, como recio espartano. ¿Que haces aquí plantado, como un arbolito? ¿No te abren la puerta?
            A propósito no saco la llave del bolso mientras avanzo hacia mi portería. Esa clase de chicos no son para mí, pero me gustan las volteretas mentales, jugar con la idea de que podrían serlo.
            — Hola
            empiezo a escarbar en el bolso. Él me mira y me contesta con un asentimiento cordial de cabeza. Sigo buscando en el bolso, no lo puedo evitar, las llaves no aparecen. Me encuentro entre él y el timbre. Cuando estoy en medio, estoy en medio, y lo sé; doy un paso atrás. Él pica otra vez, yo sigo con la llave. Algo hace clic clic en el interfono, pero nadie habla. ¡Aquí está la llave! Abro, le miro, pero él sacude la cabeza. Mientras la puerta se cierra detrás de mí escucho como vuelve a darle al timbre.
             
            Tres semanas más tarde no funciona el ascensor y gracias a que vivo en el último piso, me toca una escalada de los siete plantas con las compras. En la sexta, me lo encuentro de nuevo, delante de una puerta. No sé quién es más patético, él pasándose la vida de eterno exterrado o yo bufando como un toro con mis compras a cuestas. Nos saludamos con una mueca.

            Desde entonces me lo encuentro de vez en cuando del brazo de mi vecina o al salir del metro. Una vez me topo con él delante del Fotofix del Alcampo. Me estoy limpiando tachones de boli que tengo en la cara frente al espejo exterior de la máquina, cuando de repente él sale de la cabina. ¡Vaya sorpresa! No sé si me reconoce, su "hola" queda en asentimiento de cabeza. Lo que sigue es el famoso y siempre bochornoso baile del izquierda-derecha-izquierda, porque yo, ¡sí señor!, siempre estoy en posición estratégica entre él y su objetivo, esta vez: sus fotos. Me quedo clavada, sin casi respirar y con los ojos cerrados. Ahora puede deslizar su brazo músculoso y sacar sus fotos del dispensador. Huele a sándalo. Siento como si se detuviese un segundo, casi siento el calor de su rostro junto al mío, pero cuando abro los ojos ya no está.

            Me lo encuentro cogido de la mano como un tortolito el día de San Valentín; lo descubro en el parque, haciendo malabares imposibles para subir por el tronco de una palmera, a punto de partirse la crisma para recuperar la bendita gata de su novia; lo veo una y otra vez en el Caprabo, siempre enfrascado con la misma cajera, que le demora en cobrarle los productos mientras le cuenta los últimos chismes del barrio, pone cara de gato al que le van a dar un baño. Un día le encuentro queriendo ayudar a una anciana a cruzar la calle, pero ella indudablemente piensa que se trata de un atraco y le da duro y duro con el bolso, me río tan fuerte que de repente se gira hacia mí y me ve. Yo me sonrojo, sonrió indefensa y quito de allí.

Hoy es domingo, la juerga de anoche estuvo genial pero mi cabeza está que estalla. Tengo que ponerme a hacer trabajos, dejar ya la cama. Pongo agua para café. En pijama, bata y zapatillas decido aventurarme hasta la entrada a recoger el periódico semanal. Bajo en ascensor, abro la puerta de la calle y me estiro para pescar el periódico de mi buzón. Regreso al ascensor, hoy no estoy para escaleritas. Cuando estoy delante de la puerta me doy cuenta de que no puedo abrirla. Me he dejado la llave colgada por dentro. ¡Bravo Einstein! A ver como doblas el espacio/tiempo para teletransportarte al interior... Si al menos mi obsesión compulsiva por estar comunicada me hubiera obligado a bajar con el móvil... Pero no, precisamente hoy, a mi obsesión n° 134 le apetecía quedarse remoloneando en la cama.
Pongo el periódico sobre el primer escalón de las escaleras y me siento encima a pensar, a ver qué se me ocurre. Hundo la cara en las manos. ¿Qué voy a haceeeer?
De repente escucho un ruido, algo se ha movido en el piso de abajo. Miro a través de mis dedos y le veo: Gerard Butler 2. ¡¿Qué haces aquí?! La sangre se me dispara a la cabeza. Estoy con el pijama que mi tía me regaló hace 4 años, el azulito de franela, con dibujos de conejitos, completamente descolorido...  Por si fuera poco, la bata va a juego, con zanahorías rimbombántes y medio cuello descocido. Wuuuaaaahhhh, ¡trágame tierra! ¡por favor! ... ¡Ahora! ¡Ahora!
No quiero quitar mis manos de mi cara, pero sé que él sabe que le he visto. Siento que me está mirando. ¿Por qué yo?¿A qué viene tanto desbalance con mi karma? Si fui buena chica ayer.
Pero el destino no acepta protestas, reclamaciones ni devoluciones, así que no me queda otra que tragar saliva, bajar las manos y disimular con la sonrisa más inocente y angelical de la que soy capaz en un momento así. ¡Y vaya si soy capaz!
Dejo de sonreir para que angelical e inocente no se conviertan en boba e insegura.
            ― ¿Y tú qué haces otra vez esperando delante de la puerta?
Él esboza una sonrisa triste. Me levanto, me acomodo la bata y bajo los escalones. Gerard 2 está sentado en el descansillo. Recién al acercarme veo que va acompañado de un cartón lleno de cosas. No me atrevo a fisgonear de verdad, pero con el rabillo del ojo alcanzo a ver que hay un enorme conejo de peluche. ¿Ves?¡Hacemos pareja! ¡Está claro!... Pero recién caigo en la cuenta de lo que significa la caja.
― Oh, lo siento, ¿son tus cosas?
― Pues sí, ...
― Ya veo. ... Lo siento.                                                       
Sacude los hombros,
― ... ya se veía venir...
Pone una cara de pobretón que me dan ganas de coger sus mejillas entre mis manos y decirle que todo irá bien, que al final siempre todo va bien. Aunque esta frase sea una holliwotada del copón y los finales sean inexistentes.
― Vamos, te invito a un café...  ¡eh!  .,   .,   .,
Me mira raro. No sé qué cara estaré poniendo, pero seguro que se asemeja a un grave accidente de tráfico. La llave, el café, el fuego, el café, el fuego, el fuego.
― ¡Mierda!
― ¿¿Qué??
― ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
― ¿¿Qué?? ¿¿Qué?? ¿¿Qué??
Gerard 2 me confunde. ¿En qué momento hemos cogido tanta confianza que me pueda tomar el pelo?...  Da igual, déjalo, ¡concéntrate! ¡Mierda! Me giro hacia la pared, intento reordenar mis ideas. Estoy sin llave, sin teléfono, sin dinero y con media taza de agua esfumándose como un fantasma sobre la vitro. Ya veo el edificio con corona de fuego. Empiezo a darme golpes contra la pared. Tonta, tonta, tonta.
― Eh, tía, ¿qué te pasa?
Se ha levantado y está a mi costado, con cara de haber visto un gremlin gigante en tutú de bailarina.
No sé si reir o llorar. Hago los dos.
― Eh, eh, pero bueno, ¡¿qué?!
­― Me he dejado las llaves dentro, y... ¿te acuerdas del café? ... Pues tengo poderes psíquicos y ya supe que te lo ibas a tomar conmigo, por eso ya lo puse a hervir antes de salir y cerrar la puerta. ¿Qué te parece eso?
Suelta una carcajada. Yo ya no entiendo nada. Me retuerzo hasta encogerme. Ya no puedo más.
De repente siento su mano sobre mi hombro.
― Vale, déjame a mi...
Saca su móvil y se hace cargo.

Después de esto no creo que, Gerard 2, que en verdad se llama Martín, tenga que esperar nunca más delante de la puerta de una novia suya. Me giña el ojo como si fuesemos a compartir todos y cada uno de nuestros best of de momentos más embarazosos de ahora en adelante. Y yo siento que me puedo perder en esos ojos grises llenos de chispitas almendradas y esa sonrisa pícara que borra todo mal y tiene sabor a nueces.
      
***