Wednesday, April 9, 2014

Cumpleaños




Foto: http://www.verema.com/blog/puck/998896-restaurante-beirut-king-valencia
 
¡Feliz cumpleaños! le saludo nada más abrir la puerta y le planto un beso sobre los labios. Él me abraza, y, todavía a través del beso, siento como está sonriendo.
Hm, ¡qué bien huele! me dice, todavía en el marco de la puerta, atisbando sobre mi hombro a la cocina. Yo deduzco que es el perejil, cuyo aroma fresco se está esparciendo por todo el apartamento, aunque ya no la sienta. Le paso los dedos por las sienes y los deslizo hasta su nuca, como siempre lo he hecho. Le tenso los pelos para atrás, mientras le miro a los ojos y formo un puño, estirándole un mechón a cada lado hasta soltarlo poco antes de hacerle daño. Él, me mantiene abrazada por la cintura y me mira divertido.
―¿Qué pasa? ¿No te ha salido bien la comida? Si huele excelente, mujer.
Le sonrío.
Anda, pasa le digo y nos soltamos.
Le llevo al balcón. He extendido una manta gruesa, acomodado cojines, dispuesto velitas en vasos transparentes y adornado todo con ramilletes de romero y conchas.
Hoy comemos sentados en el suelo.
Oh, ¡qué bonito! Debería tener cumpleaños más a menudo dice Paul y me da un golpecito en el culo. Yo le devuelvo la mirada como diciendo "ya te gustaría, ya", pero no le digo nada; hoy no estamos para peleas, ni reales ni fingidas. Él, regresa a la sala, tira el portafolios sobre el sofá y se quita la americana, no una manga detrás de la otra como lo hace todo el mundo, sino sacudiendo los hombros y dejando que se deslice por sus brazos, por detrás de su espalda. Se queda con la camisa color plomo que compramos a comienzos de temporada y se afloja la corbata, una azul eléctrica que al principio tuvo miedo de combinar, pero que le da un toque fresco, de aventurero, y ya se está desabotonando también los primeros dos botones del cuello. Me quedo mirando sus manos morenas de venas marcadas, recuerdo su tacto sobre mi cara, como me levanta la barbilla y me penetra con la mirada y me dice: Eva, y nada más.
Me doy la vuelta y voy a la cocina, a traer la comida: fatoush, taboulé, humus y algo de pita, nuestra comida favorita. Le prohíbo entrar a la cocina, pero le alcanzo el vino y el sacacorchos por la puerta. Cuando salgo al balcón, ya está anocheciendo y Paul ha encendido las velas y descorchado la botella, ha traido la radio del baño y puesto una emisora de baladas. Ahora está reclinado, disfrutando el momento.
Sirvo, pero cuando me siento, casi no puedo comer. En vez de eso, siento una brisa sobre la piel. Es por el patio interior, siempre se forman remolinos a este lado del edificio. Veo las velas titilando, resistiéndose al viento. Pruebo la ensalada y siento que le falta ácido.
―¿Adónde vas? Paul me coge del brazo, evitando que me levante.
Está soso.
Ya voy yo, disfruta, relájate. Toma un poco de vino, mujer. Todo está muy rico.
Se levanta, esquiva los diferentes platos y adornos y trae la vinagrera del comedor.
Mientras estoy terminando la ensalda siento su pié derecho rozando mi pié izquierdo, que tengo estirado. Paul pone cara de pillo y me atrapa un pie.
―¿Qué tal te ha ido el día? le pregunto.
―¿Me preguntas por la oficina?
Bueno... era tu cumpleaños, te pregunto sobre el día en general, pero lo pasaste en la oficina, ¿no?
Mi cumpleaños ha comenzado al entrar por esa puerta, Eva me dice y señala hacia la entrada. Osea, va de maravilla añade, guiñando un ojo. Me levanto y me siento en su regazo.
Uy, ¡estás fría!
Me frota con ambas manos los brazos. Son tibias, algo ásperas y duras. Reclino mi cabeza sobre su hombro y hundo la cara en su cuello. Huele a Axe, a sal y un poco a bosque. Le beso el cuello y paso mis dedos por su nuca, allí dónde empieza el pelo, los hundo en su cabellera y estiro un mechón. Él se deja, como un gato panchón, aunque no le veo, sé que tiene los ojos cerrados y una expresión neutra, relajada. Solo le falta ronronear. La radio canta: "Everything you want, you got it. Everything you need, you got it. Everything at all, you got it, ba-by" y a mí se me llenan los ojos de lágrimas.
El pecho de Paul pausa la respiración por un momento. Luego acomoda su brazo y me acaricia el cabello. Nos quedamos así un rato, hasta que termina la canción. Entonces carraspéa y me dice en tono serio y pausado:
¿Te dieron la beca?
Asiento un poco sobre su cuello, no digo nada, no me muevo más.
―Felicidades ―me susurra al oido. Y yo sigo sin querer verle la cara.
―Lo siento, no quería decírtelo hoy.
―Shhh, shhh, shhh... No cambia nada. ¿Hay postre?
―... Baklavá y té de menta.

Tuesday, April 1, 2014

Cerebro 2.0

http://dibujos-para-colorear-imagen.blogspot.com.es/2012/03/flor-dibujos-para-colorear.html



―¿Qué? ¿Qué es esto? ―pregunto a mi sobrina... ¡Esto no puede ser!
Ella levanta la vista del papel y me mira con una sonrisa pilla como si hubiese hecho una travesura. Estamos en la mesa del comedor haciendo dibujos, pero la flor que acaba de dibujar me ha dejado alarmada.
―A ver, ¿dibújala otra vez?, por favor.
Maggie vuelve a plasmar la misma flor sobre su papel. Miro el dibujo que yo he hecho medio minuto antes sobre mi propia hoja y es el mismo, la misma flor, no parecidas, no, la misma, ahora tenemos tres flores idénticas.
―Voy a hacer una llamada, cariño, estate quietecita.
      »Intercomunicador, llama a Braintech, quiero hablar con el doctor Vázquez.
Veo como parte del muro chispea y se activa la pantalla. Escucho las timbradas y el doctor Vázquez se conecta.
―Señorita Elisa, ¿qué tal va? No es hora de consulta, pero ¿cómo se siente?
―Doctor, mire esto ―levanto mi hoja y le señalo la flor―. He dibujado esta flor para mi sobrina, y me ha salido esto, yo...
―¡Fantástico! Muy bonita.
―Bueno, sí, normalmente dibujo muy mal...
―¡Perfecto! Me alegro de escuchar eso. ¡El injerto está obrando lo suyo!
―¿Pero sabe qué? Ella ha dibujado la misma flor. Digo, ¡¡exáctamente la misma!!
Levanto la hoja de mi sobrina y le muestro al doctor las dos flores sobre esa hoja.
―Ah, ¡qué artista!
―¡Doctor! ¡No es broma! ¡Tiene solo dos años!
―¿Es un bebé de nuestros laboratorios?
―No. Bueno, no del todo. No fue un in vitro. Mi hermana solo tomó las pastillas esas que activan células cerebrales tempranamente durante el embarazo.
―Ahhhh. Bueno, no se preocupe. Está aprendiendo, copiando,... Es la mejor manera de aprender...
―Doctor, no he terminado.
―Dígame, ¿hay algo más?
―¡No puedo pintar otras flores! Lo he intentado, siempre me sale exáctamente la misma.
―Ah, sí. Es normal, tiene que aprender a utilizar las nuevas áreas correctamente. A ver, no piense en flor, intente dibujar una margarita.
Tomo la crayola en mi mano y dibujo una margarita. Me sale perfecta.
―¿Ve? Ahora pruebe con una rosa.
Continúo delineando el tallo y los delicados pétalos de la rosa.
―¿Ve? ¡Muy bien! ¡Qué artista!
―Pero siempre dibujo la misma margarita y la misma rosa. ¡Mire!
―Señorita Covarrubias, piense en una rosa abierta, una rosa cerrada, una rosa seca, ... verá como dibuja variedades, es cuestión de saber manejar el programa. Darle las órdenes correctas, ¿me entiende?
―¿El programa? ¿Todos los que tenemos un implante pintamos la misma flor?
―Señorita, tranquilícese. Usted me dijo que es escritora, ¿no? Por eso le implantamos facilidades poéticas, que activa otras partes del cerebro. Lo que hace cuando pinta, es solo el paquete base. Se dará cuenta que también puede cocinar mejor, coser, tejer, si le gustan esos hobbies y un montón de cosas más. Ya se lo explicamos. ¿Lo recuerda?
―Sí.
―Bueno. Dese un mes para acostumbrarse y ya hablamos. Si tiene dolores o molestias, llámeme de inmediato, claro, pero dese un poco de tiempo para acostumbrarse.
Colgamos. Cuando me doy la vuelta mi sobrina tiene una hoja llena de mi rosa, mi margarita y lo que luego voy a reconocer como mi tulipán.  


Friday, February 7, 2014

¡desátate fuego!


Rubén traga saliva y toca a la puerta con mano temblorosa, fría. Algo muy poderoso dentro de él quiere echarse a correr, pero se queda tieso. Al instante ve moverse la manilla. Delante suyo aparece una voluptuosa cuarentona morena, vestida en bata y con los pelos y las uñas de rojo fuego.
La mujer lo observa de arriba abajo. Le sonríe. Rubén rehuye la mirada postrándola en los zapatos de taco alto y brillantina roja que tiene enfrente. Cómo no sabe qué decir, se concentra en el tacto liso del mechero en su bolsillo. La brillantina roja se aleja un poco de él. Cuando retoma el valor, Rubén ve, que la mujer ha dado un paso para atrás para que pase.

―¿Qué ess lo que quieress hasser, cariño?
―No quiero molestar. Algo sencillo. No lo sé... Una, una mamada, ¿tal vez?
¡Perfecto! Esstá a veinte. Todo lo demáss va por tiempo. Mira, te vass quitando la ropa y te asseas en el lavabo de allí.
―Si, por supuesto. ¡Gracias!
―De nada, cariñito, para esso estamoss.

La mujer sale del cuarto y Rubén siente como sus omoplatos se relajan un poco. Su mano derecha va girando la ruedecilla del mechero dentro del bolsillo. El sonido familiar de las chispas del pedernal le dan confianza. Detesta entrar en lugares nuevos, siempre se siente observado. Con cuidado pasa la mirada por la habitación. La cama es enorme. La más grande que haya visto jamás, ¿qué dimensiones tendría?, ¿tres por tres?. Al costado hay un televisor en marcha, mostrando un primer plano. Cuando ve a una mujer de piernas entreabiertas mostrándo la entrada a una cueva cálida y frondosa, algo dentro de Rubén se desfonda.
Sacude la cabeza y huye al baño.
El agua tibia no tarda en llegar. Ceremoniosamente, cómo si fuese la preparación para el patíbulo, Rubén deshace el cinturón, abre la cremallera del pantalón y lo desabrocha. Agarrando también los calzoncillos, se los baja despacio hasta los tobillos. Se lava. Se seca. Se vuelve a subir los pantalones y los calzoncillos. Se obliga a no abrocharse el cinturón. Regresa a la habitación.
Ahí está parado. En ese cuarto diminuto que es todo cama. Espera incómodo.
La puerta se abre y entra la morena en bata y zapatos de taco.

―Ya, ya me lavé ―musita Rubén.
―Muy bien tessoro, ahora estoy contigo. ―Le agarra por la solapa y le hace sentarse en el borde de la cama, luego se acerca a una mesilla y saca del cajón lubricante y un condón. Vuelve dónde Rubén y trepando sobre él le obliga suavemente a reclinarse en la cama.
―A ver, ¿no quiere ssalir a jugar nuesstro amiguito? ―pregunta y mueve despacio, pero en círculos constantes la pélvis sobre su regazo, mientrastanto va abriendo con destreza el pantalón.
―Hola amiguito bonito ―saluda finalmente, tras despojar a Rubén de toda cobertura. Rubén se siente diminuto, pero ella se suelta el cinturón de la bata y como en un truco de magia abre el telón y hace aparecer dos molletes magnánimos y candentes, que abarcan todo el campo visual. Rubén da un respingo y con un resorte, toda la máquina está puesta en marcha.
Una furia montaraz se apodera de Rubén. Mientras pone sus manos en las caderas de la yegua, sólo puede embestir. Se le caen los modales, se le acelera el aliento. Deseperación, pavor, suplicio violento.
La agarra como puede y la tira de espaldas sobre la cama. Se le lanza encima, nada lo detiene, la sonrisa burlona se ha convertido en pavor. Ahora se la monta, ahora se la monta.
Suave y perspicaz ella se desliza fuera de él cama arriba. Sonrisita de disculpa, alarga el brazo y recoje el condón. Lo bandolea delante de su cara. En su avance a gatas por la cama para situarse de nuevo encima de ella, Rubén no ve nada excepto algo plateado molestándole en la cara. Lo quiere apartar, pero de repente siente el plastico rasposo y cuadrado en su mano, lo mira y lo reconoce.
―tel-condón pontel-condón pontel-condón. ―¿Cuántas veces ya lo había escuchado?
Rubén se reclina para atrás, sentándose sobre sus piernas. Abre el paquete plateado con las dos manos. Saca el condón cuidadosamente. Lo levanta a la altura de sus ojos. ¿Cual es el lado por el cual se desenroscaba? Se lo lleva a la punta, duda, lo levanta, se lo lleva a la punta. Lo desenrosca cuidadosamente. Ya ha vuelto su educado. ¡Maldita sea, ya ha vuelto su educado!
El televisor emite gemidos, alaridos, suspiros.
Rubén mira la cubrecama estampada de negro y rojo.
La puta lo coge del brazo y lo sitúa en la posición inicial: él sentado sobre el borde de la cama y ella, esta vez, arrodillada frente a él.

―¡Espera! ―dice Rubén, sin poder evitar el desespero en la voz.
Ella, que estaba a punto de besar su triste desaliento, sostiene el movimiento y le mira a los ojos. Él la coge suavemente y la tumba de espaldas sobre la cama. En vez de acomodarse sobre ella, se desliza para abajo. Se acerca a la cueva húmeda.
Ella tensa y reticente se endereza. Pero él la obliga a hecharse de nuevo. No explora la cueva, no juega en el parque, no hay pausa, ni musicalidad. Solo un monótono ritmo escalofriante, que no va ha cesar hasta llegar a la meta.
―Ayyyyyyyyyyyy ―se tensa la puta. Se relaja. Suspira.

Rubén se levanta. Traga saliva. Se pone los pantalones y se amarra el cinturón. Alisa los posibles pliegues en la ropa. Saca de su billetera los veinte prometidos y los pone educadamente sobre la mesilla. Agarra el manillar de la puerta y se va.
Antes de abandonar el edificio, no puede evitar prender las cortinas en el vestíbulo vacío.

Wednesday, December 18, 2013

Colisión de estrellas







La pequeña Enna vivía en un planeta morado con una luna blanca y otra verde. Cada noche descendía por el caminito de la colina hasta llegar al antiguo faro convertido en planetario. Desde que el río se secó, el faro perdió su propósito y la gente del pueblo lo abandonó. Fue entonces que Enna tomó posesión de él. Allí permanecía pegada al astrolabio toda la noche hasta que por la mañana, sucumbía al sueño. Enna, Enna, le decían en el pueblo, cada vez que se percataban de sus enormes ojeras y su cuerpo desgarbado, ¿qué haces siempre corriendo al faro?, ¿por qué no duermes en casa?. Enna, Enna, ¿por qué siempre pareces preocupada? y, sobre todo, ¿por qué dejaste de crecer?. Enna sonreía cansina, solitaria y sin contestar ninguna de sus preguntas. El único que la acompañaba era el señor Totolo, su anciano y también desgarbado conejito de peluche que la acompañaba cada noche al faro y se acurrucaba con ella, consolándola cuando el sosiego y la ansiedad se transformaban en pozos infranqueables.
Pero por lo general, Enna permanecía firme a su causa. Tenía que concentrarse en mirar en blanco, esto es, observar sin fijar ninguna constelación. De esta manera abarcaba más espacio del cielo con su visión y podía verlas: las estrellas fugaces. Si realmente cumpliesen los deseos de quienes las admiraban, todo esto hubiese sido innecesario, pero Enna se aferraba a una última posibilidad para cumplir con sus deseos: las estrellas colisionantes. Según el abuelo, la persona que llegase a ver la colisión de dos estrellas, podría volver a hablar con un ser querido.
Enna se separó del astrolabio y frotó un poco sus ojos, se acomodó una de las mantas mejor sobre sus hombros y achuchó al señor Totolo. Hoy le había cogido especial apego al cúmulo globular al sudeste. Siempre le había pare más un ramillete de jazmines, en vez de una aglomeración estelar y sonrió recordándo la primera vez que el abuelo se lo mostró a través del astrolabio. De repente, una de las estrellas se despegó del ramillete atravesándo el cielo hacia el noroeste. Era muy clara y avanzaba a trazos largos y seguros. Enna siguió su trayectoria con ansiedad, clavándo sus uñas en las orejas del señor Totolo, la belleza la abrumó, pero rezaba por que apareciera otra estrella fugaz. Justo cuando ya iba a alcanzar el final de su campo visual, apareció de la nada otra estrella con curso de norte a sur. Enna se quedó boquiabierta y percibió el acercamiento de los dos astros como el movimiento en un espacio etéreo. Y allí pasó: la colisión. Abuelo, pensó Enna y cerró los ojos, perdiéndose gran parte del sinfín de chispas multicolores que festejaban el encuentro extraordinario de estos cuerpos celestes. Enna sintió una ligera sensación de vértigo y se apartó del astrolabio.
—Enna. ¿Eres tú?
—¿Abuelo? ¡Abuelo! ¡Abuelo!— Enna dió un salto desde la repisa de la ventana y se abalanzó sobre su abuelo con un abrazo tormentoso y la cara sembrada de lágrimas. Era él, ese roble de seguridad y firmeza con olor a pipa que tánto había hechado de menos.
—Enna, pequeña, — el abuelo la abrazó con fuerza. —¿Ha pasado algo?, ¿estás bien?
—Abuelo, tal vez no tengamos mucho tiempo. Dime, ¿cómo se despierta a la abuela? Se acostó poco después de que te fueras y no ha vuelto a despertar. No le dió tiempo de pasar su legado a mamá y la tierra se está marchitando. No hay quien rece a las abejas y cante a las flores. El mundo se está volviendo gris y la gente olvida como fué. Se están adaptando, pero yo me negué a olvidar. Por eso he estado esperando una colisión de estrellas, para que vuelvas y podamos despertar a la abuela. Pero no sé cuánto tiempo vas a estar aquí.
—¿Has visto una colisión de estrellas?. ¿Cuánto tiempo llevas observando el cielo?. ¿Dónde está tu mamá?. ¿Dónde están los demás?
—Ha pasado mucho tiempo, abuelo, mucho.
—Entiendo, ¿dónde está tu abuela?, vamos dónde ella.
—Está en la gruta de cristal, abuelo. Custodiada por los siete gnomos.
El abuelo agarró una de las mantas envolvió a Enna y al señor Totolo y los cargó en brazos. Descendieron por la larga escalera exterior del faro, subieron por la colina hacia el pueblo, lo rodearon y  se adentraron al escarpado del flanco sur de la montaña. Cuando alcanzaron la entrada de la gruta y el abuelo quiso entrar, pero la sombra de la cueva desintegró su pié derecho con el que había dado el primer paso dentro de ella. Fue allí dónde comprendieron, que era la luz de las estrellas la que le daba vida al abuelo, y que tenían tiempo hasta el amanecer para cumplir con su propósito.
—Tienes que ir sola, Enna, no te puedo acompañar.
Depositó a Enna suavemente al pie de la cueva y ella se adentró en el oscuro hueco. Sin luz, ni guía, pero acompañada del señor Totolo y el recuerdo de sus abuelos y con la firme convicción de que todo lo malo iba a acabar pronto, Enna avanzó con valentía por la cueva. Al cabo de un rato vió un poco de luz al fondo, se acercó y vió las estatuas de los siete gnomos guardando el ataúd abierto de su abuela. No tardó mucho en elaborar una estrategia. Se sacó la manta de los hombros y la tiró al suelo, al costado del ataúd. Luego empujó el ataúd desde el lado opuesto hasta tumbarlo. La abuela rodó sobre la manta y Enna se apresuró en acomodarla. Con el señor Totolo al cuidado de la abuela, Enna arrastró la pesada manta hasta la salida de la cueva.
El abuelo había estado esperando mortificado a la salida. Cuando Enna finalmente consiguió salir, el abuelo la abrazó con fuerza y le dió un beso enorme en la mejilla. Luego se agachó sobre la abuela y le dió un largo beso en los labios y con cariño le dijo:
—Gracias a Tántila que has alumbrado una hija. El mundo no podría subsistir sin una mujer como tú.
Sobre el rostro de la abuela se formó una sonrisa y de pronto abrió los ojos, unos zafiros en medio de una cara pálida y unos cabellos grises.
—Enton, eres tú.
—Si Lisera, aquí estoy. Has dormido largo rato. ¿Cómo te sientes?
La abuela miró a su alrededor. Vio la tierra desgarbada, el cansancio en la cara de Enna y su rostro denominó sorpresa, comprensión y luego inmediatamente preocupación.
—Estoy bien. Siento haber dormido tanto. No me quedaban fuerzas.
Se abrazaron y besaron y luego achucharon a Enna.
—Debo transmitir el legado a Enna,— dijo la abuela. —Yo no puedo seguir siendo la encantadora de abejas, por eso no me he vuelto a despertar.— Cogió la cabeza de la niña entre sus manos y le dió un beso en la frente. Luego se raspó su propia frente y ahí dónde reside el tercer ojo se sacó un aguijón de abeja. Con los dedos índice y gordo acercó el aguijón a la frente de Enna y, sin más ceremonias, se lo clavó. Una diminuta gota de sangre surgió de la herida.
—Algo no va bien,— anunció la abuela. Volvió a coger el aguijón y se quedó mirando a Enna.
—¿Qué pasa? — dijo el abuelo, acercándose para poder ver mejor.
—Creo que es Enna. Enna,¿no quieres recibir el legado?
—Abuela,... ¿te vas a ir con el abuelo? ¿Me vais a abandonar los dos? El tiempo es demasiado corto, no estoy lista.
Los ancianos se miraron desconcertados.
—Me tengo que ir, Enna. Mi tiempo en este mundo se ha agotado, igual que el de tu abuelo.
—Yo pensé que te ibas a quedar, que ibas a invocar a las abejas y curar el mundo. Voy a estar sola, y me dejais con tanta responsabilidad. No es justo. Y en verdad, no es esto lo quiero.
—A cada uno le toca el tiempo, Enna,— le dijo el abuelo, acariciando con cariño sus cabellos. —Te hemos querido y te hemos mimado y te hemos enseñado como vivir. Ahora es el momento en que ya no te escondas, en que asumas responsabilidades y mimes y enseñes a los tuyos.
Enna no estaba muy convencida.
—Todo nuevo camino es árduo, mi vida,— le dijo la abuela —porque recién estás verdaderamente lista para la tarea cuando la emprendes y no antes.
—¿Quien dice que jamás estaré lista para la tarea? Nunca lo estaré. Esta no es la vida que quiero.
Los abuelos se miraron muy preocupados.
—Y ¿qué quieres Enna? — musitó el abuelo.
—Ser libre, nunca crecer, nunca tener que preocuparme por nadie, nunca depender de nada.
Se hizo un silencio doloroso, pero Enna no lo pudo percibir. Su corazón latía efervescente, imaginando todos los planetas que quería visitar y las vidas que quería vivir. Ella no quería quedarse susurrándoles a las abejas.
—Tan grave te han parecido nuestras vidas, ¿que no quieres vivir una semejante?
—No es que me parezca grave. Lo que yo quiero es viajar, conocer las estrellas. ¿Por qué crees que llevo aprendiendome las constelaciones y los astros desde que tengo uso de razón. Yo quiero ser una cielonauta, descubrir las estrellas con vosotros. No quiero quedarme aquí a cuidar el planeta y menos sola.
—Enna, no puedes venir con nosotros. Si viajas ahora, vas a estar sola. Sólo vas a tener al señor Totolo como compañía,— dijo la abuela calmadamente. —Además, no has adquirido suficientes experiencias sobre este mundo, puedes perderte y nunca más encontrar el camino a casa. Los cielonautas son cielonautas porque ya han adquirido una vastedad de experiencia aquí. Saben quienes son y a dónde pertenecen y con eso como base, pueden afrontar lo que les espera más allá.
—Tienes que confiar en nosotros, Enna.— agregó el abuelo. —Hay cosas que no puedes entender con la experiencia que tienes. Lo siento. Pero yo te conozco y te quiero, y sé que vas a ser feliz aquí. Y cuando se te acabe el tiempo, pequeña, entonces viajaras todo lo que quieras. Te lo prometo.
Enna miró al suelo. Todo esto se estaba desarrollando muy diferente a cómo ella lo había imaginado. Llevó la vista al cielo. Todas esas constelaciones y galaxias, era como si se estuviesen despidiendo. Sintió un enorme vació.
—Está bien,— dijo finalmente, despidiéndose de las estrellas y de la idea de que la abuela seguiría con ella un rato más. Los viejos la abrazaron y el abuelo le levantó la quijada, diciendo:
—Confía, Enna. Todo va a ir bien. Es normal que sea dificil y sientas recelo.
La abuela levantó la mano con el aguijón a la altura de la frente de Enna y se lo clavó en medio. Esta vez se hundió en ella hasta desaparecer.
Enna bajó la vista de las estrellas y vió un tenue fulgor al este.
—Es la hora,— dijo el abuelo.
—No sólo para nosotros, —contestó la abuela. —Vamos, Enna, empieza a entonar, me gustaría llevarme ese recuerdo conmigo.
Enna se puso de rodillas, extendió los brazos, carraspeó y apretándo los labios y empezó a zumbar la melodía ancestral de las abejas. A la abuela le rodaron lágrimas de agradecimiento por la mejilla, se abrazó al abuelo quien le mandó un beso volado a Enna y luego miró, hacia la estrella más clara del sur. Entonces fueron arrastrados cielo arriba hasta perderse en el infinito del cielo esclareciente. Enna siguió entonando el zumbido como se lo habían enseñado desde pequeña, y de repente escuchó una especie de eco proveniente de todos lados. Eran las abejas. Estaban saliendo de su larga hibernación. Zurcaron el aire solitarias y formando enjambres de vez en cuando. Parecía un ejército celebrando el fin de una guerra. El zumbido llenó el corazón de Enna de la misma manera que lo había hecho la visión de las estrellas, y en ese momento supo que dejaría de vivir por las noches para compartir los días con todo ser que lo desease. Dió un beso al señor Totoló y lo dejó a la entrada de la cueva, mientras ella descendió al poblado a desayunar en el mercado que dentro de poco estaría lleno de gente.

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