Llamo al
ascensor y me apoyo contra la pared. Mis pies, dos ladrillos de plomo. Justo
cuando se abren las puertas, aparece Álvaro. Se detiene un instante en el
umbral del vestíbulo, me mira y luego avanza con paso firme hacia mi, hacia el
ascensor.
Me sonríe y me
da las gracias, aunque no le sostuve la puerta. Mi sonrisa, una margarita a contraviento.
Él se pone detrás mío, reclinándose contra la pared de la cabina. Aprieto el
botón para la planta baja y siento como si me estuviese clavando la mirada en
la nuca. Este chico... Me volteo y le miro. Sonríe, al parecer no me estaba
mirando. Me vuelvo otra vez hacia las puertas del ascensor. Sin embargo le
siento claramente a mis espaldas, su presencia tiene la fuerza de un imán. Me
pregunto cómo lo hace. Sólo es un becario de unos veinte y pocos tacos y sin
embargo aquí está, plenamente presente. Y no soy yo. Mi consciencia, una cámara
de vigilancia. Puedo ver cómo le miran: becarias, secretarias, colegas jóvenes
y colegas no tan jóvenes. Es un alquimista. Introduce sus pócimas como una
colación, entre un suspiro y un pensamiento, como quien no quiere la cosa, así,
sin más. Y sin embargo, no deja de ser una ciencia exacta, dominada por un brujo
experto, aunque no corresponda con su edad, aunque no te lo creas, aunque
apenas deje rastros. Es el soplido de dedos de Kaiser Zozé. (intensidad,
sensaciones a flor de piel)
Se acomoda su
chaqueta. Siento que tengo presente cada movimiento que hace, y el solo hecho
de ser consciente de eso, ya me pone incómoda, diría incluso que insegura, pero
no puede ser. Yo no sólo soy su mayor, sino que también su superior. Recuerdo
su mirada. Siempre es sólo un instante, pero siento que me está hablando,
susurrando un hechizo que no comprendo conscientemente. Cuando por alguna razón
me roza, parece casualidad, pero siempre siento una descarga eléctrica y me
erizo. Mientras yo experimento estas idas y venidas, esta montaña rusa de
contradicciones, el sigue con su propio ritmo. Nada le saca de su compás. Esto no
lo he visto nunca antes en un joven. Son los vinos maduros, los robles
centenarios, los relojes antiguos que siguen sus propios compases calmados y
apacibles, tan constantes y fuertes, que es el mundo que se adapta a ellos y no
al revés.
— Objects in the mirror are closer than they
appear.
— ¿Cómo? — ¿está
diciendo incongruencias o soy yo, perdida en el estupor?
— Nada, la frase
del retrovisor.
— ¿Qué
retrovisor?
— En Estados
Unidos los retrovisores tienen esta alerta: "Los objetos en el espejo
están más cerca de lo que parecen".
Le miro rara,
sacudo la cabeza y me volteo otra vez hacia la puerta. No quiero averiguar a
qué viene eso. Mis hombros, un tonel lleno de cemento. Estoy cansada. Estoy decodificando
mal la información. El silencio se vuelve algo incómodo. Suspiro.
— Vaya semanita —
retoma él.
— Sí, ha sido
algo agotadora.
— Se acerca la
hora de los mimos.
Me voltéo hacia
él y le arquéo una ceja.
— ¿O no? — me
inquiere.
Me lo quedo
mirándo en su traje acartonado y su sonrisa entre niño risueño y galán. ¿Me
está tirando los tejos? Estoy cansada. Mi cabeza, una nube. Es broma, seguro.
Me relajo. Le sonrio.
Salimos al hall
y nos dirigimos a la puerta de salida, hacia el final de la jornada, hacia el
fin de semana y la libertad.
— Hasta el
lunes, Conrad — le digo al guardia, que está sentado en la recepción.
— Buen fin de
semana a los dos.
Álvaro se
despide con la mano, luego se adelanta unos pasos para abrirme la puerta.
Afuera una
ráfaga nos da la bienvenida. Cierro los ojos y siento como un gran peso cae de
mis hombros. Hora de despedirse. Veo pasar a los coches, como en un flujo
contínuo, como un río. El semáforo está en rojo. Todavía no puedo cruzar.
Estamos a varios pasos del cruce. Considero un instante si le doy la mano, un
beso o si nos despedimos así nomás. Pero, ¿por qué estoy sopesando estas
tonterías?
Truena. Los dos
levantamos la vista al cielo. Está todo encapotado de nubes pesadas, pero el
sol poniente las alumbra de costado y yo no puedo evitar quedarme inmersa un
segundo en ese Bierstadt instantáneo.
De repente, como
quien no quiere la cosa, sin más. Álvaro me coge la mano.
— ¡Qué bo.. — me
pierdo en medio de la frase. Mi lengua, una gaviota. ¿En qué estaba? ¿Por qué
ya no lo sé? La mano. ¿La mano? ¿Qué mano? ¿Qué me está pasando? ¡Que te está
cogiendo la mano, joder!
¡Uy!
Se la arranco.
Me lo quedo
mirando con incrédula.
— Pero ¡¿qué
estás haciendo?! — mi voz, un hilo.
Él me mira.
Ojos almendrados,
tan redondos, redondos, tan grandes y profundos, tan oscuros y perdidos.
¡No! ¡La que se
está perdiendo soy yo! - ¡Concéntrate! Cierro los ojos y respiro.
"Zen". El semáforo sigue en rojo.
— Perdona, sabes
de sobra que no puede ser. Los años...
Él sonríe
benévolamente, como si fuera yo la niña que no sabe nada, como si esto fuera un
juego, y yo lo estuviese tomando demasiado en serio. Los años, engaños, maltraños.
Me coge
nuevamente de la mano. Suave y firme, fuerte y delicado. Mis rodillas,
remolinos.
— Que no te he
dicho, ¡joder! — le zafo la mano.
Él me mira,
ahora un poco agazapado, cuidadoso, como quien se acerca a un animal salvaje. Poco
a poco estira su mano y me la pone en el hombro. Quiero enfadarme con él.
Quiero gritarle, empujarle, llamarlo loco. Pero sólo retiro su mano en
silencio. No le miro más. Mis ojos, un Judas latente. Otro trueno. Respiro
profundo. El semáforo cambia a rojo, a naranja, a verde. Los coches se
detienen. Todas sus luces traseras nos alumbran. Me pongo en marcha, salvo los
pasos hasta el cruce.
— Ana.
La joven Ana se intimida con la mirada y sonrisa de Alvaro
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