Monday, December 2, 2013

Hiedra (versión 2)



Llamo al ascensor y me apoyo contra la pared. Mis pies, dos ladrillos de plomo. Justo cuando se abren las puertas, aparece Álvaro. Se detiene un instante en el umbral del vestíbulo, me mira y luego avanza con paso firme hacia mi, hacia el ascensor.
Me sonríe y me da las gracias, aunque no le sostuve la puerta. Mi sonrisa, una margarita a contraviento. Él se pone detrás mío, reclinándose contra la pared de la cabina. Aprieto el botón para la planta baja y siento como si me estuviese clavando la mirada en la nuca. Este chico... Me volteo y le miro. Sonríe, al parecer no me estaba mirando. Me vuelvo otra vez hacia las puertas del ascensor. Sin embargo le siento claramente a mis espaldas, su presencia tiene la fuerza de un imán. Me pregunto cómo lo hace. Sólo es un becario de unos veinte y pocos tacos y sin embargo aquí está, plenamente presente. Y no soy yo. Mi consciencia, una cámara de vigilancia. Puedo ver cómo le miran: becarias, secretarias, colegas jóvenes y colegas no tan jóvenes. Es un alquimista. Introduce sus pócimas como una colación, entre un suspiro y un pensamiento, como quien no quiere la cosa, así, sin más. Y sin embargo, no deja de ser una ciencia exacta, dominada por un brujo experto, aunque no corresponda con su edad, aunque no te lo creas, aunque apenas deje rastros. Es el soplido de dedos de Kaiser Zozé. (intensidad, sensaciones a flor de piel)
Se acomoda su chaqueta. Siento que tengo presente cada movimiento que hace, y el solo hecho de ser consciente de eso, ya me pone incómoda, diría incluso que insegura, pero no puede ser. Yo no sólo soy su mayor, sino que también su superior. Recuerdo su mirada. Siempre es sólo un instante, pero siento que me está hablando, susurrando un hechizo que no comprendo conscientemente. Cuando por alguna razón me roza, parece casualidad, pero siempre siento una descarga eléctrica y me erizo. Mientras yo experimento estas idas y venidas, esta montaña rusa de contradicciones, el sigue con su propio ritmo. Nada le saca de su compás. Esto no lo he visto nunca antes en un joven. Son los vinos maduros, los robles centenarios, los relojes antiguos que siguen sus propios compases calmados y apacibles, tan constantes y fuertes, que es el mundo que se adapta a ellos y no al revés.

Objects in the mirror are closer than they appear.
— ¿Cómo? — ¿está diciendo incongruencias o soy yo, perdida en el estupor?
— Nada, la frase del retrovisor.
— ¿Qué retrovisor?
— En Estados Unidos los retrovisores tienen esta alerta: "Los objetos en el espejo están más cerca de lo que parecen".
Le miro rara, sacudo la cabeza y me volteo otra vez hacia la puerta. No quiero averiguar a qué viene eso. Mis hombros, un tonel lleno de cemento. Estoy cansada. Estoy decodificando mal la información. El silencio se vuelve algo incómodo. Suspiro.
— Vaya semanita — retoma él.
— Sí, ha sido algo agotadora.
— Se acerca la hora de los mimos.
Me voltéo hacia él y le arquéo una ceja.
— ¿O no? — me inquiere.
Me lo quedo mirándo en su traje acartonado y su sonrisa entre niño risueño y galán. ¿Me está tirando los tejos? Estoy cansada. Mi cabeza, una nube. Es broma, seguro. Me relajo. Le sonrio.
Salimos al hall y nos dirigimos a la puerta de salida, hacia el final de la jornada, hacia el fin de semana y la libertad.
— Hasta el lunes, Conrad — le digo al guardia, que está sentado en la recepción.
— Buen fin de semana a los dos.
Álvaro se despide con la mano, luego se adelanta unos pasos para abrirme la puerta.
Afuera una ráfaga nos da la bienvenida. Cierro los ojos y siento como un gran peso cae de mis hombros. Hora de despedirse. Veo pasar a los coches, como en un flujo contínuo, como un río. El semáforo está en rojo. Todavía no puedo cruzar. Estamos a varios pasos del cruce. Considero un instante si le doy la mano, un beso o si nos despedimos así nomás. Pero, ¿por qué estoy sopesando estas tonterías?
Truena. Los dos levantamos la vista al cielo. Está todo encapotado de nubes pesadas, pero el sol poniente las alumbra de costado y yo no puedo evitar quedarme inmersa un segundo en ese Bierstadt instantáneo.  
De repente, como quien no quiere la cosa, sin más. Álvaro me coge la mano.
— ¡Qué bo.. — me pierdo en medio de la frase. Mi lengua, una gaviota. ¿En qué estaba? ¿Por qué ya no lo sé? La mano. ¿La mano? ¿Qué mano? ¿Qué me está pasando? ¡Que te está cogiendo la mano, joder!                        ¡Uy!
Se la arranco.
Me lo quedo mirando con incrédula.
— Pero ¡¿qué estás haciendo?! — mi voz, un hilo.
Él me mira.
Ojos almendrados, tan redondos, redondos, tan grandes y profundos, tan oscuros y perdidos.
¡No! ¡La que se está perdiendo soy yo!  -  ¡Concéntrate! Cierro los ojos y respiro. "Zen". El semáforo sigue en rojo.
— Perdona, sabes de sobra que no puede ser. Los años...
Él sonríe benévolamente, como si fuera yo la niña que no sabe nada, como si esto fuera un juego, y yo lo estuviese tomando demasiado en serio. Los años, engaños, maltraños.
Me coge nuevamente de la mano. Suave y firme, fuerte y delicado. Mis rodillas, remolinos.
— Que no te he dicho, ¡joder! — le zafo la mano.
Él me mira, ahora un poco agazapado, cuidadoso, como quien se acerca a un animal salvaje. Poco a poco estira su mano y me la pone en el hombro. Quiero enfadarme con él. Quiero gritarle, empujarle, llamarlo loco. Pero sólo retiro su mano en silencio. No le miro más. Mis ojos, un Judas latente. Otro trueno. Respiro profundo. El semáforo cambia a rojo, a naranja, a verde. Los coches se detienen. Todas sus luces traseras nos alumbran. Me pongo en marcha, salvo los pasos hasta el cruce.
— Ana.
Me paro, cierro los ojos. Él me da alcance. Siento su tibia luz en mi hombro. Le miro a los ojos. Remolino. Su olor, miel, canela. Su sabor, sal, berenjena. Mi corazón, un helicóptero al estrellar. Se me borra la lengua, se me enlazan los dientes, me envuelvo en esta dulce pócima de hiedra.


1 comment:

  1. La joven Ana se intimida con la mirada y sonrisa de Alvaro

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