
La pequeña Enna vivía en un
planeta morado con una luna blanca y otra verde. Cada noche descendía por el
caminito de la colina hasta llegar al antiguo faro
convertido en planetario. Desde que el río se secó, el faro perdió su propósito
y la gente del pueblo lo abandonó. Fue entonces que Enna tomó posesión de él. Allí
permanecía pegada al astrolabio toda la noche hasta que por la mañana, sucumbía
al sueño. Enna, Enna, le decían en el pueblo, cada
vez que se percataban de sus enormes ojeras y su cuerpo desgarbado, ¿qué haces
siempre corriendo al faro?, ¿por qué no duermes en casa?. Enna, Enna, ¿por qué
siempre pareces preocupada? y, sobre todo, ¿por qué dejaste de crecer?. Enna
sonreía cansina, solitaria y sin contestar ninguna de sus preguntas. El único
que la acompañaba era el señor Totolo, su anciano y también desgarbado
conejito de peluche que la acompañaba cada noche al faro y se acurrucaba con
ella, consolándola cuando el sosiego y la ansiedad se transformaban en pozos
infranqueables.
Pero por lo general, Enna permanecía
firme a su causa. Tenía que concentrarse en mirar en blanco, esto es, observar
sin fijar ninguna constelación. De esta manera abarcaba más espacio del cielo
con su visión y podía verlas: las estrellas fugaces. Si realmente cumpliesen
los deseos de quienes las admiraban, todo esto hubiese sido innecesario, pero
Enna se aferraba a una última posibilidad para cumplir con sus deseos: las
estrellas colisionantes. Según el abuelo, la persona que llegase a ver la colisión
de dos estrellas, podría volver a hablar con un ser querido.
Enna se separó del astrolabio y frotó
un poco sus ojos, se acomodó una de las mantas mejor sobre sus hombros y
achuchó al señor Totolo. Hoy le había cogido especial apego al cúmulo globular
al sudeste. Siempre le había pare más un ramillete de jazmines, en vez de una
aglomeración estelar y sonrió recordándo la primera vez que el abuelo se lo
mostró a través del astrolabio. De repente, una de las estrellas se despegó del
ramillete atravesándo el cielo hacia el noroeste. Era
muy clara y avanzaba a trazos largos y seguros. Enna siguió su trayectoria con
ansiedad, clavándo sus uñas en las orejas del señor Totolo, la belleza la
abrumó, pero rezaba por que apareciera otra estrella fugaz. Justo cuando ya iba
a alcanzar el final de su campo visual, apareció de la nada otra estrella con
curso de norte a sur. Enna se quedó boquiabierta y percibió el acercamiento de
los dos astros como el movimiento en un espacio etéreo. Y allí pasó: la
colisión. Abuelo, pensó Enna y cerró los ojos, perdiéndose gran parte del
sinfín de chispas multicolores que festejaban el encuentro extraordinario de
estos cuerpos celestes. Enna sintió una ligera sensación de vértigo y se apartó
del astrolabio.
—¿Abuelo? ¡Abuelo!
¡Abuelo!— Enna dió un salto desde la repisa de la ventana y se abalanzó sobre
su abuelo con un abrazo tormentoso y la cara sembrada de lágrimas. Era él, ese
roble de seguridad y firmeza con olor a pipa que tánto había hechado de menos.
—Enna, pequeña, — el abuelo
la abrazó con fuerza. —¿Ha pasado algo?, ¿estás bien?
—Abuelo, tal vez no
tengamos mucho tiempo. Dime, ¿cómo se despierta a la abuela? Se acostó poco
después de que te fueras y no ha vuelto a despertar. No le dió tiempo de pasar
su legado a mamá y la tierra se está marchitando. No hay quien rece a las
abejas y cante a las flores. El mundo se está volviendo gris y la gente olvida
como fué. Se están adaptando, pero yo me negué a olvidar. Por eso he estado
esperando una colisión de estrellas, para que vuelvas y podamos despertar a la
abuela. Pero no sé cuánto tiempo vas a estar aquí.
—¿Has visto una colisión de
estrellas?. ¿Cuánto tiempo llevas observando el cielo?. ¿Dónde está tu mamá?.
¿Dónde están los demás?
—Ha pasado mucho tiempo,
abuelo, mucho.
—Entiendo, ¿dónde está tu
abuela?, vamos dónde ella.
—Está en la gruta de
cristal, abuelo. Custodiada por los siete gnomos.
El abuelo agarró una de las
mantas envolvió a Enna y al señor Totolo y los cargó en brazos. Descendieron
por la larga escalera exterior del faro, subieron por la colina hacia el pueblo,
lo rodearon y se adentraron al escarpado
del flanco sur de la montaña. Cuando alcanzaron la entrada de la gruta y el
abuelo quiso entrar, pero la sombra de la cueva desintegró su pié derecho con
el que había dado el primer paso dentro de ella. Fue allí dónde comprendieron,
que era la luz de las estrellas la que le daba vida al abuelo, y que tenían
tiempo hasta el amanecer para cumplir con su propósito.
—Tienes que ir sola, Enna,
no te puedo acompañar.
Depositó a Enna suavemente
al pie de la cueva y ella se adentró en el oscuro hueco. Sin luz, ni guía, pero
acompañada del señor Totolo y el recuerdo de sus abuelos y con la firme convicción
de que todo lo malo iba a acabar pronto, Enna avanzó con valentía por la cueva.
Al cabo de un rato vió un poco de luz al fondo, se acercó y vió las estatuas de
los siete gnomos guardando el ataúd abierto de su abuela. No tardó mucho en
elaborar una estrategia. Se sacó la manta de los hombros y la tiró al suelo, al
costado del ataúd. Luego empujó el ataúd desde el lado opuesto hasta tumbarlo.
La abuela rodó sobre la manta y Enna se apresuró en acomodarla. Con el señor
Totolo al cuidado de la abuela, Enna arrastró la pesada manta hasta la salida
de la cueva.
El abuelo había estado esperando
mortificado a la salida. Cuando Enna finalmente consiguió salir, el abuelo la
abrazó con fuerza y le dió un beso enorme en la mejilla. Luego se agachó sobre
la abuela y le dió un largo beso en los labios y con cariño le dijo:
—Gracias a Tántila que has
alumbrado una hija. El mundo no podría subsistir sin una mujer como tú.
Sobre el rostro de la
abuela se formó una sonrisa y de pronto abrió los ojos, unos zafiros en medio
de una cara pálida y unos cabellos grises.
—Si Lisera, aquí estoy. Has
dormido largo rato. ¿Cómo te sientes?
La abuela miró a su
alrededor. Vio la tierra desgarbada, el cansancio en la cara de Enna y su
rostro denominó sorpresa, comprensión y luego inmediatamente preocupación.
—Estoy bien. Siento haber
dormido tanto. No me quedaban fuerzas.
Se abrazaron y besaron y
luego achucharon a Enna.
—Debo transmitir el legado
a Enna,— dijo la abuela. —Yo no puedo seguir siendo la encantadora de abejas,
por eso no me he vuelto a despertar.— Cogió la cabeza de la niña entre sus
manos y le dió un beso en la frente. Luego se raspó su propia frente y ahí
dónde reside el tercer ojo se sacó un aguijón de abeja. Con los dedos índice y
gordo acercó el aguijón a la frente de Enna y, sin más ceremonias, se lo clavó.
Una diminuta gota de sangre surgió de la herida.
—Algo no va bien,— anunció
la abuela. Volvió a coger el aguijón y se quedó mirando a Enna.
—¿Qué pasa? — dijo el
abuelo, acercándose para poder ver mejor.
—Creo que es Enna. Enna,¿no
quieres recibir el legado?
—Abuela,... ¿te vas a ir
con el abuelo? ¿Me vais a abandonar los dos? El tiempo es demasiado corto, no
estoy lista.
Los ancianos se miraron
desconcertados.
—Me tengo que ir, Enna. Mi
tiempo en este mundo se ha agotado, igual que el de tu abuelo.
—Yo pensé que te ibas a
quedar, que ibas a invocar a las abejas y curar el mundo. Voy a estar sola, y
me dejais con tanta responsabilidad. No es justo. Y en verdad, no es esto lo
quiero.
—A cada uno le toca el
tiempo, Enna,— le dijo el abuelo, acariciando con cariño sus cabellos. —Te
hemos querido y te hemos mimado y te hemos enseñado como vivir. Ahora es el
momento en que ya no te escondas, en que asumas responsabilidades y mimes y
enseñes a los tuyos.
Enna no estaba muy
convencida.
—Todo nuevo camino es
árduo, mi vida,— le dijo la abuela —porque recién estás verdaderamente lista
para la tarea cuando la emprendes y no antes.
—¿Quien dice que jamás
estaré lista para la tarea? Nunca lo estaré. Esta no es la vida que quiero.
Los abuelos se miraron muy
preocupados.
—Y ¿qué quieres Enna? —
musitó el abuelo.
—Ser libre, nunca crecer,
nunca tener que preocuparme por nadie, nunca depender de nada.
Se hizo un silencio
doloroso, pero Enna no lo pudo percibir. Su corazón latía efervescente,
imaginando todos los planetas que quería visitar y las vidas que quería vivir.
Ella no quería quedarse susurrándoles a las abejas.
—Tan grave te han parecido
nuestras vidas, ¿que no quieres vivir una semejante?
—No es que me parezca
grave. Lo que yo quiero es viajar, conocer las estrellas. ¿Por qué crees que
llevo aprendiendome las constelaciones y los astros desde que tengo uso de
razón. Yo quiero ser una cielonauta, descubrir las estrellas con vosotros. No
quiero quedarme aquí a cuidar el planeta y menos sola.
—Enna, no puedes venir con
nosotros. Si viajas ahora, vas a estar sola. Sólo vas a tener al señor Totolo
como compañía,— dijo la abuela calmadamente. —Además, no has adquirido
suficientes experiencias sobre este mundo, puedes perderte y nunca más
encontrar el camino a casa. Los cielonautas son cielonautas porque ya han
adquirido una vastedad de experiencia aquí. Saben quienes son y a dónde
pertenecen y con eso como base, pueden afrontar lo que les espera más allá.
—Tienes que confiar en
nosotros, Enna.— agregó el abuelo. —Hay cosas que no puedes entender con la
experiencia que tienes. Lo siento. Pero yo te conozco y te quiero, y sé que vas
a ser feliz aquí. Y cuando se te acabe el tiempo, pequeña, entonces viajaras
todo lo que quieras. Te lo prometo.
Enna miró al suelo. Todo
esto se estaba desarrollando muy diferente a cómo ella lo había imaginado.
Llevó la vista al cielo. Todas esas constelaciones y galaxias, era como si se
estuviesen despidiendo. Sintió un enorme vació.
—Está bien,— dijo
finalmente, despidiéndose de las estrellas y de la idea de que la abuela
seguiría con ella un rato más. Los viejos la abrazaron y el abuelo le levantó
la quijada, diciendo:
—Confía, Enna. Todo va a ir
bien. Es normal que sea dificil y sientas recelo.
La abuela levantó la mano
con el aguijón a la altura de la frente de Enna y se lo clavó en medio. Esta
vez se hundió en ella hasta desaparecer.
Enna bajó la vista de las
estrellas y vió un tenue fulgor al este.
—Es la hora,— dijo el
abuelo.
—No sólo para nosotros,
—contestó la abuela. —Vamos, Enna, empieza a entonar, me gustaría llevarme ese
recuerdo conmigo.
Enna se puso de rodillas, extendió los
brazos, carraspeó y apretándo los labios y empezó a zumbar la melodía ancestral
de las abejas. A la abuela le rodaron lágrimas de agradecimiento por la
mejilla, se abrazó al abuelo quien le mandó un beso volado a Enna y luego miró,
hacia la estrella más clara del sur. Entonces fueron arrastrados cielo arriba
hasta perderse en el infinito del cielo esclareciente. Enna siguió entonando el
zumbido como se lo habían enseñado desde pequeña, y de repente escuchó una
especie de eco proveniente de todos lados. Eran las abejas. Estaban saliendo de
su larga hibernación. Zurcaron el aire solitarias y formando enjambres de vez
en cuando. Parecía un ejército celebrando el fin de una guerra. El zumbido
llenó el corazón de Enna de la misma manera que lo había hecho la visión de las
estrellas, y en ese momento supo que dejaría de vivir por las noches para
compartir los días con todo ser que lo desease. Dió un beso al señor Totoló y
lo dejó a la entrada de la cueva, mientras ella descendió al poblado a
desayunar en el mercado que dentro de poco estaría lleno de gente.